Sunday, March 29, 2015

De profesión periodista - i

La primera bomba explosionó a unos cuantos metros de la esquina surponiente de la catedral metropolitana, en esa soleada mañana del Domingo de Ramos de 1980.
Miles se habían congregado en homenaje a monseñor Óscar Arnulfo Romero y Galdámez y se apretujaban en las calles aledañas al templo católico y en la Plaza Gerardo Barrios, calle de por medio con el atrio donde se oficiaría la misa fúnebre.
El féretro con los restos del prelado estaba sobre una plataforma en el descansillo de las gradas. Uno de los designados como portaféretro era el rector jesuita de la Universidad Católica (UCA) José Simeón Cañas, Ignacio Ellacuría. Casi una década después de los espantosos acontecimientos durante el funeral de Romero, Ellacuría sería también asesinado junto con otras siete personas —cinco, al igual que él, curas.
“Lo más probable es que sea una bomba de propaganda”, dije al corresponsal de una de las cadenas de la TV de Estados Unidos parado justo frente a mí y que dio un nervioso salto al escuchar la detonación.
Minutos después, para utilizar un lugar común, Pandora abrió la caja.
Caos en el funeral de monseñor Romero
Bienvenidos a la locura: caos en el funeral

Los más afortunados fueron, quizá, quienes estaban situados en los bordes de la masiva concentración popular. Lo más probable es que salieron del área sin más impedimento que el de evadir la desbandada.
Para los más próximos a la catedral no había escape posible y, más especialmente, para quienes se habían situado justo al frente del pórtico principal. Fueron esos de entre la multitud los atropellados y pisoteados por la estampida de gente que corría alocadamente de un lado a otro, con la intención de evadir a un agresor que nadie parecía ubicar.
La mayoría de los muertos ese día fueron gente justo frente al atrio, algunos aplastados contra los barrotes de las puertas al frente de la catedral.
Las puertas se habían bloqueado para impedir que la multitud ingresase al templo y permitir que la misa se oficiara en el atrio. Tanto yo como periodistas locales y decenas de corresponsales extranjeros nos habíamos situado en derredor de la plataforma donde estaba colocado el féretro.
Como habrán leído en la síntesis de los despachos que Antonio Coll Gilabert publicó en De profesión periodista —que reproduje también en mi otro blog con motivo del trigésimo aniversario del funeral de Romero, con el título Journalist by Trade—, dije en una de esas crónicas: “Me agacho al ver que otros corren hacia el interior del templo y se ponen en cuclillas para evitar las balas”.
En esa crónica agregué, a renglón seguido, que aún consciente del peligro que implicaba hacerlo, casi en el mismo instante de agacharme me puse de pie porque necesitaba seguir viendo la pesadilla en torno a catedral. Ahí estoy, de pie, enmedio del círculo que he trazado en la foto que el Centro Virtual Cervantes reproduce en las páginas web dedicadas a monseñor.
Foto de Harry Mattison en el Domingo de Ramos de 1980
Los rostros de los pobres

Así que me puse de pie y me mantuve así durante todo el dantesco episodio, mientras tanto mis ojos como mi mente y mi corazón registraban con tristeza los abrumadores gritos de quienes morían a pocos metros de distancia, el pánico de los miles de niños, hombres y mujeres congregados para decir adiós a monseñor, la cantinela del cuadro de la guerrilla, las imploraciones de algunos de los sacerdotes próximos a nosotros en las gradas del atrio y los angustiados rostros de los pobres, semejantes a los que pueden verse en una pintura de El Greco [captados por Harry Mattison en la foto que he destacado en la captura de pantalla del Harry Ramson Center de la Universidad de Texas, en Austin, que puede verse junto con imágenes de fotógrafos como John Hoagland y Susan Meiselas en esta otra página web] y que tanto en ese momento específico como muchos años después pensé que se veían como si cada uno de ellos estuviese ya presenciando la horrenda pesadilla en la que se adentraba mi país.
Como el resto de las calles y avenidas alejadas de la catedral, la Calle Arce estaba desolada pero el recorrido de pocas cuadras hasta el Edificio Magaña donde estaba la corresponsalía de EFE —calle de por medio con la basílica del Sagrado Corazón donde monseñor había hecho, una semana antes, su más vehemente y dramático llamado por el cese de la violencia— lo hicimos prácticamente a paso de tortuga a bordo del pick-up de la Cruz Verde cuyos socorristas habían accedido a transportarme.
Había heridos a bordo, pero la lentitud era estimulada más bien por la precaución. Aunque el vehículo tenía banderas y todo tipo de enseñas que lo identificaban como una unidad de socorro, desplazarse a alta velocidad era una invitación a ser atacado por cualquiera que estuviese armado.
El alivio en el rostro del jefe de la corresponsalía, Rosendo Majano h., cuando me vio entrar a la redacción en el tercer piso probablemente fue un reflejo del que llevaba en mi propia cara luego de salir indemne de los alrededores de catedral.
Sin dilación, comencé a aporrear el teclado del teletipo, interrumpido el laburo nada más para atender las llamadas de radios extranjeras pidiendo un recuento “personal” de la masacre.
Omar González, una de las personalidades radiofónicas más reconocidas entonces en El Salvador y amigo de Rosendo, llegó a la redacción minutos después de yo volver al edificio. Omar llevó comida y bebida y nos acompañó durante el resto de la jornada dominical, mientras despachábamos una toma tras otra por el teletipo, prácticamente sin parar.
Una de las llamadas telefónicas que recibimos —no recuerdo ahora si de la jefatura regional de ACAN-EFE en Panamá o de la redacción de Internacionales, en Madrid— refirió que despachos de otras agencias atribuían a uno de los miembros demócrata cristianos del gobierno la información de que era inminente la declaración de ley marcial.
El informe carecía de veracidad y fue evidente — en el recorrido que hicimos nada más entrada la noche por prácticamente toda la ciudad junto con Omar, a bordo del vehículo de Rosendo— que el sentido de autopreservación humana ofrecía el mismo resultado que si se hubiese declarado ley marcial: las calles estaban desiertas.
Foto en el sitio web del Centro Virtual Cervantes
La Plaza Barrios, con miles de feligreses, y el Palacio Nacional

Hasta nuestros días, las interrogantes sobre quién o quiénes fueron responsables por la violencia en ese Domingo de Ramos siguen sin respuesta.
Tanto en nuestros despachos de ese día desde San Salvador como en los de muchos otros corresponsales, habrán leído las acusaciones de dignatarios católicos visitantes en el sentido de que tropas gubernamentales o militantes de la ultraderecha fueron los que atacaron a la multitud.
Hay quienes mantienen que hubo disparos desde el Palacio Nacional, en ese entonces un edificio gubernamental mayormente abandonado al costado poniente de la Plaza Barrios.
Yo no puedo descartar la posibilidad de que haya habido entonces agentes del gobierno o militantes de la derecha infiltrados entre la multitud, con instrucciones de provocar el caos y el desorden que culminaron en desbandada y muerte.
Pero yo estuve ahí desde bien temprano de la mañana y todo lo que puedo hacer es reiterar que en ningún momento vi soldados en las inmediaciones o disparos que proviniesen del Palacio Nacional o siquiera indicios de que alguien estuviese en el interior de las instalaciones.

Saturday, March 28, 2015

De profesión periodista

A medida que disminuían gradualmente los gritos y los pedidos de auxilio que se entremezclaban con el llanto y los ruegos, el cuadro de la guerrilla repetía con insistencia, a voz en cuello, sus instrucciones a los todavía despavoridos feligreses en la inmediaciones de la Catedral Metropolitana de San Salvador: “¡Agáchense al suelo! ¡No corran! ¡Agáchense!”
Miles se las habían arreglado, a esa altura, para abandonar el área, en una frenética huída de la amenaza de un agresor invisible. Los menos afortunados quedaron arrollados y pisoteados por la multitudinaria estampida  —muertos, algunos de ellos—, tendidos sobre el pavimento.
Fue entonces que el larguirucho y rubio fotógrafo estadounidense, con algunas de sus cámaras pendulando del cuello o los hombros, se aventuró a la calle.
Captando imágenes: Harry Mattison
Harry Mattison frente a catedral

La visión de Harry Mattison integrado a un grupo de al parecer espontáneos voluntarios para cargar a los heridos a un sitio más seguro, mientras se sumaba al coro de "El pueblo, unido, jamás será vencido!" que iniciaron algunos, fue una de las últimas imágenes que registré mientras buscaba la forma de abandonar el atrio del templo católico.
Era Domingo de Ramos, 30 de marzo de 1980. ¡Bienvenidos a la locura!
En términos prácticos, el conflicto armado que en cuestión de meses a partir del primer trimestre de 1980 devino en una cruenta y despiadada guerra civil prácticamente sin cuartel, había comenzado muchos años antes.
Para mí, uno de los conflictos armados más sangrientos en la historia contemporánea de América Latina había comenzado, en realidad, menos de una semana antes, al crepúsculo de un día casi apacible: el lunes 24 de marzo de 1980.
Como rememoré hace cinco años en uno de mis blogs, al cumplirse 30 años del atentado, fue en la tarde de ese lunes que monseñor Óscar Arnulfo Romero y Galdámez, arzobispo de San Salvador, fue asesinado.
El prelado oficiaba una misa en la capilla del hospital para enfermos de cáncer La Divina Providencia, cuando fue abatido por el certero disparo de un francotirador.
Carátula del libro de Antonio Coll Gilabert
Pluma en ristre
En Monsignor and Me, el artículo publicado casi un año antes del trigésimo aniversario y que habrán leído en estas Hablanzas y Malhablanzas como parte de una serie titulada Cuando mataron a monseñor, he sintetizado los eventos del 24 de marzo de 1980 y entrevistas y contactos con el “Padre Romero” desde mis años de adolescencia en San Miguel, este de El Salvador.
El título de esta serie de entregas, “De profesión periodista”, lo he tomado del libro que el colega periodista español, Antonio Coll Gilabert, publicó en España allá en torno a 1983, unos tres años después de los sangrientos sucesos del Domingo de Ramos en la capital salvadoreña.
Supe del trabajo de Coll Gilabert unos cuantos meses después de la publicación, pero no fue sino hasta principios de este siglo que pude contactarlo a través de un amigo mutuo, Ramón Pedrós Martí, el periodista catalán que a mi llegada a Washington en 1981 era el delegado de EFE en la capital estadounidense. A Pedrós —poeta, además de periodista—, más que amigo y colega lo considero hermano.
La obra de Coll Gilabert gira en torno a las experiencias de periodistas españoles —o, en mi caso, de medios españoles— en conflictos armados. La sección en la cual figura mi relato de lo acontecido en los funerales comienza en la página 69 con el recuerdo de una pifia que cometimos en la corresponsalía. Lean abajo, en la fotostática, de qué va el asunto:

Coll Gilabert resuelve el tema de la desaparición que nunca fue y dedica entonces toda la página 70 para resumir lo ocurrido meses antes:

Concluye luego el relato en la página 71 con una frase sacada, sin lugar a dudas, de uno de los primeros despachos que transmití nada más logré llegar a las oficinas de ACAN-EFE a menos de un kilómetro al noroeste del tumulto en la catedral.

La “unidad de socorro” a la que se refiere Coll Gilabert era un camión liviano de la Cruz Verde al que me aproximé cuando cargaba a heridos en la esquina del Teatro Nacional. El socorrista a quien pedí “jalón” queda en el anonimato. No recuerdo si pregunté su nombre o, de haberlo hecho, si lo incluí en algún momento en mis despachos.
De lo que puede estar seguro el anónimo samaritano es que traté de hacer justo lo que pidió: decirle a todos lo sucedido ante la catedral.

Cuando mataron a monseñor - i

En abril de 1989, escasas semanas después de que las elecciones presidenciales en El Salvador diesen como resultado la victoria de Alfredo Cristiani, yo cubría en el Centro Carter de Atlanta (Georgia) una conferencia a la que asistían políticos de Estados Unidos, Canadá, América Latina y el Caribe.
Era enviado especial de notimex —la agencia mexicana de noticias— al encuentro que revestía especial importancia para el gobierno de Carlos Salinas de Gortari, algunos de cuyos funcionarios figuraban en la lista de oradores destacados.
El auditorio donde habría de celebrarse una rueda de prensa estaba prácticamente desierto y yo aprovechaba el receso y la relativa calma para descansar, luego de “pulir” un despacho en mi computadora portátil.
Portada de Hablemos
Romero en su estudio
“Lots of work? How do you think the meeting is going? [¿Mucho trabajo? ¿Qué le parece la conferencia?]”, escuché de súbito decir al anfitrión, el ex presidente Jimmy Carter.
Parecía estar solo y sin escolta alguna, aunque el agente del Servicio Secreto encargado de protegerlo debía estar por ahí a poca distancia.
Tras reponerme de la sorpresa —el sistema de seguridad era estricto pero no es así como así que uno se topa de repente con Jimmy Carter sin que haya ningún prójimo custodiándolo—, saludarlo e identificarme, la famosa sonrisa del ex presidente pareció agrandarse más cuando, a preguntas suyas, le dije mi nacionalidad.
“¿Cree que habrá alguna oportunidad de que podamos ayudar a Cristiani? Me gustaría mucho hacerlo”, dijo Carter.
“No sé si él estará interesado en recibir ayuda, pero no me cabe duda de que va a necesitar de mucha”, respondí, en tono más bien ambiguo, sabedor de que aún en nuestros días muchos en El Salvador lo consideran anatema.
El intercambio no duró mucho pero de modo un tanto involuntario me hizo rememorar, como me sucede a menudo con elementos aparentemente inconexos al momento específico, las vivencias de años idos.
El día en que monseñor Romero fue asesinado, Robert White tenía apenas semanas de haber llegado a El Salvador, tras su designación como embajador por Carter.
El presidente demócrata hizo de los derechos humanos uno de los pilares de su política exterior y White, como su embajador en Paraguay, había sido uno de los principales promotores de esa estrategia.
Detalles sobre White y la manera en que los sucesos en El Salvador truncaron su carrera diplomática se han divulgado ampliamente desde entonces. En 2001, unas dos décadas después de su ignominioso cese en el cuerpo diplomático estadounidense por el gobierno de Ronald Reagan, este detallado perfil resumía lo que muchos habían aprendido de la historia del ex marino a lo largo de los años.
El artículo recoge una anécdota que White probablemente narró en más de una oportunidad y que pone de relieve la chispa que exhibía con frecuencia.
“Cuando era un joven funcionario, en un vuelo hacia América Latina me senté junto a Juan de Onis, el reportero del New York Times”, narra White a la autora. “Me preguntó quién era yo y adónde me dirigía. Le dije que era miembro del Servicio Exterior y que iba a tomar posesión de un nuevo cargo. Me miró y dijo, ‘Todo el mundo sabe que a esa región destacan a la escoria del Departamento [de Estado]’. Y yo le respondí: ‘Según me dicen, lo mismo hace el New York Times’. Trabamos amistad de inmediato”.
La ocasional mordacidad de ese ingenio no era captada siempre por los interlocutores del diplomático.
Meses antes de que el asesinato de monseñor Romero marcase el principio de la agudización del conflicto armado y a solo escasas semanas del golpe de estado del 15 de octubre de 1979, White conversaba en la antigua Casa Presidencial salvadoreña con los jefes militares.
Al parecer, en algún momento del coloquio uno de esos jefes respondió a las interrogantes de White sobre qué se había hecho para depurar a las fuerzas armadas de elementos de ultraderecha.
El jefe, no identificado por quien me relató la anécdota, barrió su antebrazo izquierdo hacia el resto de sus colegas y luego, barrió hacia el otro costado con el derecho, diciendo enfáticamente:
“De aquí para allá, señor embajador, no queda nadie. ¡A todos los sacamos!”
“O sea, pues, que lo han dejado desprotegido, coronel”, ripostó White.
“Sí, sí, embajador. Sí. ¡Totalmente desprotegido!”, dijo el militar, a carcajada limpia.
Al parecer, no se percató —o, si lo hizo, prefirió no darse por aludido— de la crítica y acusación implícitas en el incisivo pero, al parecer, inocuo comentario.
Portada de libro Jorge Pinto h
Memorias y denuncia

Igualmente distendido, aunque por diferentes motivos, era el ambiente en el convivio con los periodistas que asistíamos a dar la bienvenida a Howard Lane como jefe de prensa de “la embajada”.
La llegada a la residencia de Jorge Pinto h., con el rostro desencajado por el horrendo atentado de que había sido testigo minutos antes en la capilla del hospital La Divina Providencia, le dio un matiz dramático.
Jorgito —el diminutivo usado más que todo para distinguirlo de su padre, Jorge— era un personaje legendario en la política y el periodismo salvadoreños desde principios de la década de 1950.
En El grito del más pequeño, el libro que publicó en México, DF, en la década de 1980, poco después de salir al exilio definitivo, Jorgito narra mucho de lo acontecido con él y su familia.
Más que autobiográfico, El grito del más pequeño recoge también detalles tal vez desconocidos para muchos, aun entre sus mismos compatriotas.
Más pertinente a esta entrega, Pinto h., rememora ahí los instantes inmediatos al disparo asesino contra monseñor Romero y menciona a dos de los trabajadores de su periódico que asistían a la recepción:
La llegada de Jorge Pinto h. a la residencia de White
La llegada de Jorge Pinto h. a la residencia de White
Yo no escuché esa reacción del diplomático. Si la hubo, posiblemente fuese mientras me dirigía presuroso a la corresponsalía a informar al mundo.
¿Cuántas palabras procesamos esa noche en los mastodónticos teletipos de la corresponsalía de EFE? Miles, seguramente.
El frenético aporreo del teclado solo era interrumpido para atender las esporádicas llamadas de radios abonadas a los servicios de la agencia.
Para el momento en que la cinta perforada con el recuento de mi última entrevista con monseñor terminó de procesarse, la noche del sangriento lunes había cedido el paso a los albores de la madrugada del martes 25.
Era un nuevo día. Pero al igual que la apacible y dorada calidad del crepúsculo que mencioné al principio de mi entrada anterior, lo de nuevo día es simplemente un elemento descriptivo.
El asesinato del prelado era sin duda el inicio de una nueva fase en la escalada de violencia.

Monday, March 23, 2015

Cuando mataron a monseñor

La entrevista de 1977
Era una de esas tardes apacibles y doradas. Uno de esos típicos atardeceres de San Salvador cuando se está en el tercio final de la temporada seca —lo que llamamos verano— y el canto de las chicharras anuncia la inminente llegada de la Semana Santa.
Lunes, 24 de marzo de 1980.
Invitados por el embajador de los Estados Unidos, Robert White, un grupo de periodistas asistíamos en una residencia de la colonia San Benito a la recepción de bienvenida al nuevo jefe de prensa de la misión diplomática, Howard Lane.

Poco más de 24 horas antes, en su acostumbrada homilía dominical desde el altar de la basílica del Sagrado Corazón, monseñor Óscar Arnulfo Romero y Galdámez, arzobispo de San Salvador, había hecho su vehemente llamado al “cese de la represión”.
Como cabía esperar, la homilía era uno de los distintos temas sobre los cuales se conversaba.
Otros eran la campaña presidencial en Estados Unidos y el debate sobre el traspaso del Canal de Panamá, por Washington, al gobierno entonces liderado por el general Omar Torrijos.
Unos cuantos días antes de la recepción, uno de los canales de la TV comercial salvadoreña había difundido un programa especial estadounidense, con traducción al español, en el que se perfilaba a Torrijos y su gobierno como futuros administradores de la vía interoceánica.
“Me pareció que técnicamente estuvo muy bien hecho”, fue la respuesta que dio a White uno de los invitados, al sondear el diplomático la reacción entre sus invitados.
La ambigüedad de la respuesta pareció dejar en claro a White que su interlocutor no había siquiera visto el programa y se lo dejó saber con su comentario: “Todo lo que hace la TV estadounidense está técnicamente bien hecho”.
Justo en ese momento, alguien llamó a White para anunciarle la llegada de un nuevo huésped.
El recién llegado era Jorge Pinto h. Y su visita no tenía nada qué ver con la recepción de bienvenida a Lane.
Tras conversar unos momentos en privado con Jorgito, como todo el mundo lo conocía, fue el mismo White quien se volvió hacia el resto de los asistentes para que nos acercásemos a ellos y que fuese el mismo colega quien nos diera los detalles.
Asesinado ante el altar
Asesinado ante el altar

“Mataron a monseñor”, comenzó Pinto su relato.
De primera mano, aparte de quienes se habían congregado en la capilla del hospital La Divina Providencia para la misa conmemorativa que monseñor Romero oficiaría por la madre de Jorgito, yo fui uno de los primeros salvadoreños en conocer los trágicos detalles del asesinato.
Apremiado por el tiempo, decidí no llamar un taxi para dirigirme a las oficinas de la subsidiaria regional de EFE en San Salvador y pedí a uno de mis colegas —el mismo, de manera más que curiosa, con quien ocho años antes habíamos compartido el incidente que relaté en esta entrega previa— que me llevara, mientras él enrumbaba hacia su trabajo en EL DIARIO DE HOY, donde yo inicié mi carrera periodística.
“ASESINADO EN SAN SALVADOR MONSEÑOR OSCAR ROMERO” —ese fue el escueto “boletín” de una sola línea que transmití por el teletipo hacia la jefatura en Panamá de la Agencia Centroamericana de Noticias, la subsidiaria regional (de donde, pues, ACAN-EFE).
Si la memoria no me falla el boletín se retransmitió sin edición alguna hacia Madrid y fue, a su vez, lanzado tal cual hacia los teletipos de los abonados.
La rapidez con que se procesó la alerta noticiosa solo fue superada, en parte, por los insistentes “mensajes de servicio” que enviaría luego la redacción de Internacionales en Madrid pidiendo ampliación, ampliación, ampliación…
El jefe de la corresponsalía, Rosendo Majano h., y Pablo Ayala, asistente de la redacción, se habían sumado ya entonces a la tarea y contenían la avalancha de pedidos mientras procesaban, a su vez, otros despachos.
La información que nos proporcionaron luego los colegas en Panamá y Madrid fue que con el boletín y los despachos ampliados habíamos sacado ventaja de varios minutos a las otras agencias internacionales de noticias. Era una época en la que la radio era el medio de difusión instantánea por excelencia y la transmisión por teletipo era el equivalente del envío de noticias por mensajero de a pie, de manera que una ventaja de minutos era espectacular.
A monseñor Romero lo conocí desde mis años de estudiante de secundaria en San Miguel, este de El Salvador. El prelado fue, brevemente, al término de mis estudios de bachillerato, capellán del Instituto Católico de Oriente (Colegio Marista), y fui yo el primer periodista salvadoreño en entrevistarlo poco después de su nombramiento como arzobispo, en febrero de 1977.
Resumen de la última entrevista
Resumen de la última entrevista

Unas cinco semanas antes de que lo asesinaran, en torno a mediados de febrero de 1980, lo entrevisté a pedido de una revista suramericana cliente de EFE.
Las notas las tenía entonces a la mano y luego de despachar los boletines, urgentes, ampliaciones y resúmenes con los detalles del atentado, resumí la entrevista [condensada en esta página web del Centro Virtual Cervantes] para el hilo de noticias.
Era para entonces casi la medianoche del lunes, 24 de marzo de 1980.
Y mi país se adentraba en una vorágine de violencia de la que aún parece no escapar.
Despacho en Excélsior, de México
Uno de mis despachos en Excélsior, de México

Tuesday, February 10, 2015

Por siempre febrero

Febrero siempre me ha tratado bien.
No que yo sea precisamente aficionado a esas declaraciones tajantes, absolutistas, pero ahí la tienen, para lo que sea: tratándose de meses, los febreros siempre me han tratado bien.
A ver si me explico.
Mi madre, cuya foto que acompaña esta entrega data de por ahí en torno a la época en que yo ya había nacido, cumplía años en febrero —bien podría argumentarse que es debatible el crédito que yo puedo arrogarme por esa circunstancia, como para decir que febrero es un mes que me hace bien, pero sigan leyendo.
Mayita, en torno a mediados de siglo
Nació en febrero

Febrero es también el mes en que nació la más pequeña de mis hijas [de paso, también tres nietas, según han transcurrido los años desde la época en que publiqué esto por primera vez con el título de Forever February en mi otro blog].
De manera quizá fortuita, porque al cabo no anda uno buscando ritmo para definir esas cosas, mi más pequeña nació un día antes de que se cumpliesen los ocho años de que yo viera por primera vez los que hasta entonces habían sido los ojos más fulgurantes y preciosos que alguna vez me vieron con amor, los de su madre.
Febrero es también cuando se dio el atentado — presunto, dirán algunos al leer esto, pero ataque armado en todo caso.
Siempre he pensado en febrero como el mes en que la segunda de mis tres hijas, en un sentido no religioso, nació de nuevo. Tenía ella escasamente poco más de siete meses de vida cuando los dos pistoleros llegaron a la casa.
Uno de ellos arrebató a la bebé de los brazos de la niñera y, al tiempo que daba un empellón a la adolescente para tirarla al piso, dio un patadón a la puerta del frente para abrirla de par en par y —según el relato de la chica tras el ataque—utilizando el menudo cuerpo como un escudo procedió entonces junto con su acompañante a tirotear el interior de la vivienda.
"Papá lloró, después, como si fuera un niño”, diría luego la madre de mis hijas. El ataque, cuya finalidad era, presuntamente, intimidatoria, lo habían llevado a cabo ambos asaltantes al parecer sin percatarse de que se encontraba él dentro, armado con un revólver calibre .38.
Sin tener la más mínima idea de que uno de los pistoleros se escudaba en la bebé, él abrió fuego. Tras enterarse luego de que pudo haber herido a su nieta, antes que a los pistoleros, la posibilidad de un horrendo desenlace le acongojó sobremanera.
Bien podría añadir otros sucesos —como el reciente recuento que leyeron aquí, inicialmente publicado en esta entrega, también ocurrido un febrero— a los motivos por los cuales puedo decir que el mes me ha tratado siempre bien.
Optimista que soy, lo cierto es que probablemente podría decir lo mismo de cualquier otro mes.
Después de todo, no ha sido únicamente en febrero cuando, una vez pasado el incidente, me he quedado con la sensación esa de que la vida sigue únicamente por ese algo no precisamente definible que impidió se dieran cosas que amenazaban con situarme al borde del desastre.
Rebobino a unos cuantos meses antes del tiroteo antes mencionado, al mes de noviembre.
Temprano de la mañana, en uno de esos días en que las noticias parecen lánguidas y renuentes, se nos invita a acompañar a un grupo de amigos en un vuelo hacia Guatemala. La invitación es, en realidad, para el jefe de la corresponsalía, que se dispone a recibir a su hermano al regreso de una visita a los Estados Unidos. Mi colega pregunta si es posible que yo les acompañe. La respuesta es afirmativa.
¿Hora del despegue? “Ya les avisaremos”, le responden, con el entendido de que será en torno a media tarde o, en todo caso, antes de que anochezca.
La época en la que todo esto transcurre antecede a la era de la telefonía celular y aun cuando los teléfonos o radios portátiles —instalados en vehículos, no precisamente móviles per se— ya estaban disponibles, no contamos con ninguno para nuestro uso. Pasa el tiempo y al llegar la hora del almuerzo, mi amigo y yo abordamos su no precisamente vetusto pero tampoco nuevo microbús VW, o kombi.
Los planes son de que me dejará en casa y, tras el almuerzo, volveremos a la oficina para despachar cualquier noticia que haya surgido y, entretanto, esperar por la llamada para ir al aeropuerto.
Llámenlo, si quieren, suerte. El caso es que en lugar de tomar la ruta acostumbrada un imprevisto atasco de tráfico nos desvía hacia el Boulevard de los Héroes, que ya para entonces se había convertido en un área muy frecuentada de almacenes, cafés y restaurantes, muchos de ellos con terrazas.
Justo cuando pasamos frente a Manolo’s, al otro lado de la mediana en la vía de cuatro carriles, le digo a mi colega: “Paremos a tomar un bocadillo”. El semáforo donde debemos hacer la vuelta en U está a unas dos cuadras de distancia. A medida que nos acercamos al semáforo pregunta mi colega: “¿Qué pasa si nos llaman?” Se autorresponde, casi instantáneamente: “No, dijeron a media tarde, así que nada, vamos”.
Paramos, pues, en Manolo’s, y “un bocadillo” se vuelve un moderadamente prolongado almuerzo líquido, con “birras” escarchadas ayudándonos a digerir la variedad de “boquitas” en oferta.
Llegamos, por fin, a casa. Como la de mi amigo está a corta distancia de la mía, decido caminar y nada más abro la puerta, suena el teléfono: “Llamaron. Están por despegar. ¿Qué decís, creés que llegamos?”, me pregunta. “Llamalos, a ver qué dicen”, respondo.
Amanecer en febrero, 2015
Amanecer en febrero, 2015

Llama, naturalmente, pero el contacto es tardío. En más de alguna vez he comentado, en tono jocoso, la manera en que en mi país se responde con frecuencia a la pregunta, “¿Todavía están ahí?”. Invariablemente, la respuesta será: “Acaban de salir, si se apura los alcanza.”
Lo más probable es que ese “acaban de salir” sucedió con el tiempo suficiente como para que las personas a quienes uno trata de ubicar cumplieron ya su objetivo y hayan emprendido ya el camino de regreso.
Esta vez, sin embargo, no hubo retorno.
La aeronave se estrella cuando se había iniciado ya el descenso hacia el aeropuerto de la capital guatemalteca y nuestros amigos, todos nuestros amigos a bordo, perecen.
Dada la experiencia del avezado piloto la conclusión ineludible es que fue solo un trágico accidente. Pero es ineludible también especular en otros posibles motivos, sabotaje quizá. Y de haber sido ese el caso, ¿figurábamos también nosotros, mi amigo y yo, como posibles blancos?
Es una respuesta que, naturalmente, no puedo dar. Pero cualquiera que sea la respuesta, para mí algo ha quedado desde entonces muy en claro: no hay bondad ni amabilidad ni buen trato alguno que atribuir a los meses.
Léase pues mi frase introductoria así: Dios ha sido siempre bueno conmigo en todos los febreros, siempre ha sido bueno, con independencia del mes, el día o el año.
Lo más probable es que no me lo merezca pero igual, ¿quién soy yo para contradecirlo?

Thursday, January 8, 2015

El general y yo

El súbito desparpajo de los parroquianos fue el primer indicio que tuvimos de que las cosas no andaban del todo bien. Algo así como el crujido de la hojarasca que uno escucha al dar un paseo por enmedio del bosque, con la soledad como única compañía, y cada paso hace que todo tipo de insectos y sabandijas y minúsculas criaturas se dispersen en busca de refugio.
Las siguientes en escabullirse fueron Paola y su amiga.
Ambas habían llegado a nuestra mesa para disfrutar de una bebida y, nada más escuchar la conmoción, dieron un vistazo hacia la puerta de entrada y sin darnos siquiera tiempo para al menos pensar en preguntarles, “¿Qué rayos está pasando?”, se levantaron, musitaron algo ininteligible y se dirigieron hacia ese sitio desconocido en el cual convergen todas las bailarinas exóticas cuando no están ocupadas tratando de descamisarlo a uno.

Lo más probable es que tanto a mí como mi amigo se nos habría considerado por esa época como “parranderos”. Pero nuestra reputación no llegaba a tanto como para decir que el afamado Club Safari fuese uno de nuestros sitios habituales. De hecho, jamás lo habíamos visitado y, después de esa noche, no volvimos a poner pie en su interior en los años en que siguió funcionando.
El único motivo de nuestra visita era que mi colega y compañero de trabajo había, días antes, conocido a Paola —su nom de guerre, si quieren apostar algo—. En lugar de “conocido a Paola” léase más bien “sostenido uno de esos encuentros casuales en donde traba uno conversación con la persona que también hace cola a la caja registradora, se intercambian pequeñeces y minucias sobre el estado del clima y, sin proponérselo casi, se acuerda verse de nuevo”.
Medrano in the 1969 war
El rifle es de verdad

De no haber sido, digo, por esa casual amistad de mi amigo con Paola, quizá podríamos habernos mantenido fieles a nuestra rutina de siempre: marcar reloj al término de la jornada laboral, parar el primer taxi a la salida del edificio y alzar vuelo hacia el sitio favorito ese donde las “cherchas” se servían escarchadas, las “boquitas” eran del otro mundo, los platos principales eran suculentos y abundantes y todos lo conocían a uno por su nombre — sí, sí, ya sé, es la misma línea que habrán escuchado en inglés en el tema musical de Cheers, así que no venga nadie a decirme que estoy plagiando nada.
En esos líquidos recesos poslaburo debatía uno lo sucedido en la oficina, se ponderaba la inmortalidad, se comía lo suficiente para mantenerse alerta y se bebía no hasta perder el conocimiento pero sí lo bastante como para despabilarse y, congratularse, a la vez, de que se tenía el dinero suficiente para viajar en taxi y no tener que conducir.
Así podía despreocuparse uno de los policías nacionales acechando en busca de "mordidas" a cualquiera que transitase por las desoladas calles en horas de la noche, lo mismo si la víctima fuese joven y lo bastante incauta como para atreverse a manejar luego de consumir un par de bebidas alcohólicas —unas cuantas bebidas, en la mayoría de los casos— o simplemente un angustiado padre de familia que conducía a mayor velocidad de la normal en su prisa por llegar a la farmacia de turno más cercana, apremiado por alguna urgencia familiar.
Hasta la fecha, tanto mi amigo como yo nos seguimos preguntando por qué esa noche no nos sumamos al desparpajo de parroquianos.
Si la memoria no me falla, habíamos llegado al Safari en torno a la medianoche. Producto, más bien, de una de esas abruptas decisiones que se toman luego de concluir que la noche aún está joven y qué sentido tiene, al fin y al cabo, emprender el camino a casa. “Es temprano”, solíamos decir por esa época, “¡todavía no sale el sol!”.
Era, asimismo, viernes, que ya para ese entonces se le había comenzado a llamar Sábado Chiquito. Un fiel reflejo, me parece, del poder de la publicidad, en donde se originó el mote, aproximadamente por la misma fecha en que Chepe Toño —el personaje caricaturesco con el que una de las destilerías más grandes del país promovía el Espíritu de Caña, una de las dos marcas más populares de aguardiente— cobró residencia en el caló guanaco. Una vez afincado en la lengua, entre quienes bebían no se escuchó más la invitación a “tomar un trago” sino que, “¡Vamos a echarnos un Chepe Toño!”
Ya llegará el momento de discutir cómo y por qué ese tipo cosas cobran arraigo en el habla cotidiana.
Cualquiera que sea la forma en que los dichos se propagan, lo cierto es que una vez se afinca un término, resulta difícil no solo defenestrarlo sino modificarlo y, peor aún, “mejorarlo”.
El “sabadito” con que alguien quiso desplazar a “Sábado Chiquito” jamás funcó.
Más de alguno quizá escucho decir a alguien, un día jueves, que era “Cachi Viernes”, y el giro sonó tan contrahecho y falso como las ahora desaparecidas monedas de un colón de las últimas décadas del Siglo XX —a las que todo el mundo, se recordarán, llamaba “suegras”, apodadas así por el chusco ese que se ingenió la explicación de que nadie las quería, “por grandes, gordas y pesadas”.
Con el tiempo, me di cuenta de que ambos [mi amigo y yo] tuvimos esa noche más vigilancia y protección de la que probablemente éramos merecedores. Alguien dijo por ahí alguna vez que Dios cuida de los niños, los borrachos y los tontos. Ciertamente no estábamos, en ese momento, borrachos, y hacía ya años en que la edad de la inocencia había quedado en lontananza. Pero tampoco me cabe duda alguna de que el calificativo de tontos —o insensatos, si le queremos quitar hierro— nos venía esa noche más que al pelo. Sigan leyendo.
“¿Por qué no vienen a protegerse? Es el general”, dijo Paola a mi amigo, que llegó a preguntarle sobre la causa del barullo hasta uno de los pilares de la sala detrás del cual ella se guarecía. Meseros, bailarinas, personal de seguridad del club nocturno y todos los demás clientes habían hecho lo mismo.
Salvo por los dos nosotros, bebida en mano, nadie más ocupaba silla alguna en el resto del local.
El general” a quien se refirió la chica era José Alberto "El Chele" Medrano. Cuando esto sucedió era a principios de la década de 1970 y aunque tanto mi compañero de trabajo como yo sabíamos bien quién era “el general”, ninguno de los dos lo había visto jamás en persona.
No era necesario que uno trabajase en un periódico —de hecho, ni siquiera había que leer el periódico— para saber, tanto entonces como ahora, quién era “el general”. Era tan célebre como notorio.
En la foto que acompaña a esta entrega Medrano aparece al frente de una columna de efectivos de la Guardia Nacional cuando El Salvador y Honduras libraron, a mediados de 1969, un breve conflicto armado. Siempre me ha parecido que la foto de marras fue “posada”. Si miran con detenimiento se darán cuenta de que las botas de Medrano lucen pulidas, lo cual parece más bien raro si, como lo sugiere su vestimenta, fue captada en un día lluvioso en una zona rural. Tampoco es visible el famoso revólver .357 Magnum con el que por ese entonces se le fotografiaba a menudo, en una funda a través del pecho.
Por esos días en los que “escuadrones de la muerte” no había ingresado aún en el léxico político de El Salvador, a Medrano se le mencionaba desde mucho antes, quizá desde mediados de la década de 1950, como uno de los primeros fundadores o auspiciadores de tales grupos armados clandestinos.
Todavía hasta principios de los 70 un “escuadronero” era solo un término asociado con los integrantes de los grupos paramilitares que libraban la sórdida y clandestina campaña de aniquilación de la guerrilla urbana marxista o de delincuentes comunes en países suramericanos.
Como leerán aquí en esta reminiscencia del veterano periodista y también ex compañero de trabajo Francisco Romero Cerna —Don Chico, para la mayoría de quienes lo conocimos— había mucho qué temer o, por lo menos, de qué guardarse, si fuera uno a encontrarse con “El Chele” Medrano.
En realidad, habría bastado con apreciar el tono urgente y casi plañidero con el que Paola había alertado esa noche a mi amigo y colega, para concluir que no había siquiera que encontrarse con “el general”.
La mayoría de los parroquianos, dedujimos posfacto, eran parte de la clientela regular y, en consecuencia, familiarizados con su aparente costumbre de irrumpir en el club, destilando alcohol hasta por los poros, para abrir fuego con su revólver.
¿Hubo quizá, en alguna oportunidad, algún herido durante uno de esos incidentes? Me imaginé luego que el desparpajo del resto de la clientela era prueba suficiente de que preferían escabullirse antes que convertirse en estadística.
“¿Qué pensás, nos movemos de aquí? Ella [refiriéndose a Paola] y su amiga, la otra bailarina, creen que sería lo mejor”, dijo mi amigo.
“Creo que ya es muy tarde para eso”, respondí, justo en el momento en que “el general” se plantaba en el medio de la sala, su .357 Magnum en la diestra y seguido por guardaespaldas, que prontamente se apostaron en el local para cerciorarse que nadie confrontara o amenazase al viejo soldado.
Hasta los verdaderos abstemios en mi país pueden distinguir a cabalidad las diferentes fases de ebriedad y conocen los términos que las identifican.
Solo a manera de ejemplo: “picado” designa a alguien que ha bebido lo suficiente como para que otros lo noten sin mayor esfuerzo. “Tecolotón” [de tecolote, o búho], alguien cuyos ojos —trata de mantenerlos más abiertos que lo usual, para “ocultar” su estado etílico— lo delatan. Y “zapatón” el tipo ese que si bien está borracho, mantiene la lucidez suficiente como para percatarse de que lo está y, en busca de no escorar hacia ninguno de sus lados, en lugar de caminar planta con fuerza cada uno de sus pasos.
Nada más lo vimos dirigirse hacia nuestra mesa, mi amigo y yo nos dimos cuenta de que Medrano no andaba ni “picado” ni “tecolotón” ni “zapatón”. De hecho, no estaba siquiera “borracho perdido”.
Ambos concluimos que estaba, como suele decirse, “en piloto automático”, la fase palimpsesto alcohólica esa en evidencia no tanto por el desequilibrio al caminar ni por el hedor a alcohol, sino más bien por la nada que se percibe detrás de la oscuridad de los enrojecidos ojos.

“Buenas noches, general. Se le saluda”, dije, al momento que Medrano alzó el arma para apuntarla justo al medio de mi frente [si de verdad quieren saberlo, no es precisamente un blanco muy difícil].
“¿Cómo está, general? Buenas noches”, acotó a renglón seguido mi compañero de laburo, justo en el momento en que el general abanicaba el revólver hacia mi izquierda.
No hubo, naturalmente, respuesta alguna de parte de “el general”. Simplemente movió el arma hacia uno y otro lados de la sala, caminó unos cuantos segundos en derredor de las desoladas mesas, y salió del local.
Ni mi amigo ni yo le dimos mucha importancia, durante años, al incidente.
Para cuando sucedió teníamos cada quien la edad suficiente como para haber superado la “fase de invulnerabilidad”, la absurda sensación esa que en nuestros años de adolescencia nos persuade de que nada ni nadie puede hacernos daño alguno. Creo que a lo mejor pensamos, con un deje de estúpidamente ingenuo optimismo, que si no habíamos hecho nada no había motivo por el que correr, como los demás.
En una oportunidad, recordábamos la historia durante una reunión en la que había amigos más jóvenes.
Nos preguntaron si el general había, en efecto, apuntado directamente el revólver en dirección nuestra o fue solo algo más bien casual. Preguntaron, también, si el arma era, en efecto, el notorio .357.
Me acuerdo que mi amigo y yo nos volvimos a ver, con la mirada esa que dice que cuando uno tiene la vista puesta en el lado equivocado del cañón de una pistola los detalles de ese tipo no tienen la menor importancia: simplemente se dan gracias a Dios por escudarle a uno del mal.
[Esta entrada la publiqué originalmente en Como decíamos ayer con el título The general and me.]