Fue una visita corta, como sucede con todos esos viajes esporádicos a otra ciudad u otro país.
Y como suele decirse con frecuencia, el tiempo vuela.
Más aún cuando se trata de reuniones con familia a la que no se ha visto en años.
Un día está uno a la puerta de salida esperando que termine el proceso
Diciendo adiós en el aeropuerto |
Eso es precisamente lo que pasó en la semana del Día de Acción de Gracias [alias el Día del Chumpe, en buen sansivareño] con Isolina y Esperanza, las hermanas menores de Payito por su lado materno —su otra hermana por el lado paterno, Luz, es también menor que él.
Quienes hayan leído antes estas Hablanzas y Malhablanzas quizá recuerden La maestra, la entrega con remembranzas de mi madre en la cual mencioné algunas de mis precoces experiencias con aprender a leer.
Apenas unos cuantos años mayor que yo, mis dos recientes visitantes son las tías no identificadas de quienes hablé en esa entrega.
En vista de que ambas eran apenas unos cuantos años mayor que yo y mis dos hermanos más pequeños, era más bien algo natural que los tres nosotros nos acostumbrasemos a considerarlas más hermanas que tías.
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Lo más probable es que ellas se viesen en el papel de madres, si piensa uno en la intensidad con que nos protegían de cualquier peligro, desde recién nacidos hasta nuestra juventud.
Era una protección no solo admirable, sino asombrosa.
Yo les debo, por supuesto, mucho más que eso.
Ante la ausencia de los tres nosotros, fueron mis dos tías [y no excluyo a Lucía, la prima de Payito que estuvo al lado de ambos durante décadas] quienes durante muchos años cuidaron de mis padres, un cuidado que ejercieron con especial cariño cuando la salud de ambos empezó a menguar.
Al llegar la Navidad, la mayoría de la gente espera regalos.
La visita de mis tías —las acompañaba el esposo de Isolina, Manuel Ricardo, y el hijo menor de ambos, con su esposa— fue un obsequio navideño anticipado.
Junto con ese tipo de regalos que cabe esperar traigan los visitantes —como, por ejemplo, esa golosina o comida que no se puede encontrar en ninguna otra parte más que en ese pueblecito a escasa distancia de donde uno nació— mis tías también nos trajeron algunas fotos, escogidas de entre los cientos que mi madre guardaba consigo: enmarcadas o en álbumes y cajas de zapatos.
Al ver dos de esas fotos —una con mis padres y mis tres hijas, la otra con Payito aupando a la menor de mis tres, que capté hace ya 31 años este diciembre— me hizo acordarme de algo que escribí hace tiempo acerca de mi padre, que reproduzco abajo.
Mi Navidad eterna: Payito y Mayita, con mis hijas |
Era frugal, mi padre, en contraposición a mi relativa prodigalidad.
Y mientras cualquier tarea manual deja en claro mi incapacidad para acometerla, lo mismo sea en tareas caseras o reparaciones de mecánica automotriz, su destreza era admirable. De hecho, era ambidiestro.
¿Cuán adepto era Payito al uso de cualquiera de sus manos? Si estaba trabajando en un motor y utilizaba su mano derecha para desenroscar una renuente bujía en el lado del conductor, así como quien no quiere la cosa, de manera casi imperceptible y casi sin tener que alterar su postura, cambiaba la llave hacia su mano izquierda para emprender el desenroscado de la bujía en el lado del pasajero.
Era una destreza que le fue impuesta.
Zurdo de nacimiento, aprendió a utilizar la derecha en la escuelita privada en la que había sido educado de chico.
Digo aprendió, pero bien pueden leer fue atormentado para que utilizara la mano derecha.
El propietario-director-único-maestro de la escuelita lo sentó en un pupitre, le ató el brazo izquierdo al costado y le dio un lápiz. Cruel, aún para los estándares de finales de la década de 1920, que es cuando todo esto sucedió. Cada vez que contaba la historia lo decía como si fuese algo normal.
Para cuando terminó su escolaridad había prácticamente cesado de usar la mano izquierda. Su caligrafía [porque sí, eso debía aprenderse cuando él era pequeño] era prácticamente impecable y a menos que uno supiese la historia nada en la manera de cómo él hacía las cosas delataría el hecho de que no había nacido siendo diestro.
Ninguno de nosotros, sus tres hijos, heredó el gen zurdo, aunque sí fue ese el caso con cada una de mis tres hijas. Eso le contentaba sobremanera. Es menos jactancioso de lo que parece. La verdad es que el simple hecho de nuestros hijos fueran sus nietos le bastaba. En esas ocasiones no tan frecuentes en las que el teléfono nos acercaría de nuevo a distancia, nada le importaba más que saber cómo andaban las cosas con cada uno de nuestros hijos. “¿Cómo está ‘Currumina’?”, inquiría de la más pequeña de mis tres. “¿Sigue tomando clases de danza?”
Payito y su 'Currumina' |
Tanto la distancia, por un lado, como mis propios desaciertos, conspiraron y, al final, hubo de parte de mis hijas menos reciprocidad de la que yo hubiese deseado.
Al emigrar, protegí a mis hijas de los peligros de un conflicto armado. En el proceso, sin que en verdad importe cuánto se esfuerce uno en mantener los nexos, la familia de la cual uno se nutrió deviene en extraños para aquellos de los que uno cuida.
No tomen eso como recriminación ni como agravio ni, tampoco, como una queja. Es simplemente la manera como transcurre la vida. Al final de cuentas no es algo por lo cual uno deba castigarse, por cuanto la ausencia de familiaridad aniquila el cariño.
En todo caso, de haber recriminaciones tendría yo que hacérmelas a mí mismo. Medidas, decisiones que en algún momento yo consideré prudentes, pragmáticas o convenientes resultaron, en algunos casos, equivocadas.
[De Día del Padre, la entrega en Hablanzas y Malhablanzas del 14 de septiembre de 2014 en la que hice remembranzas de mi padre.]
Gracias, de nuevo, tías, por la visita. Espero que tengan una muy feliz Navidad.
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