A todo el mundo debería quedarle claro que no hay manera alguna de que yo pueda acordarme de cómo aprendí a leer. Lo cual es más bien adecuado para esta entrega, porque no se trata de dar a nadie un recuento detallado de cómo sucedió todo.
Sobra decir que tampoco puedo explicar a nadie por qué o cuándo o de qué manera me percaté de haber adquirido la habilidad de descifrar el alfabeto. Con ello me refiero no solo a la capacidad de identificar las letras sino también a la de combinarlas para formar sílabas y, luego, palabras.
En un sentido más amplio, la de entender su significado.
Con mis padres, la última vez juntos |
Lo más probable es que todo comenzase con palabras escritas con yeso sobre la negra superficie de un pizarrón, pero tampoco puedo descartar la posibilidad de que inicialmente hayan sido vocablos manuscritos en papel mientras mis tías, Isolina y Esperanza [las dos hermanas de mi padre por su lado materno, quienes a la sazón asistían a la escuela primaria], hacían sus tareas escolares [“los deberes”, decíamos en mis años de infancia] mientras cuidaban de mí.
Fresca está la memoria [si es que puede catalogarse así el recuerdo de cosas que sucedieron hace ya más de seis décadas] de ellas turnándose para sentarme en su regazo mientras recitaban sus tareas a medida que ambas aprendían, practicaban y pulían sus habilidades de lectura, mientras yo asimilaba tanto la forma de las palabras como la cadencia de su pronunciación.
Menciono todo eso porque, como verán, este no es un relato sobre mí mismo. Tengan ustedes por seguro que en algún momento de mi temprana edad hubo por ahí alardes en torno a mis precoces habilidades de lectura. Los niños, después de todo, somos así. Hagan la prueba, díganle a uno de sus pequeños cuán simpático es ese gesto con el que en algún momento hizo reír a los adultos, y no habrá manera alguna de impedir que lo repita una y otra vez, estimulada la criatura naturalmente por las carcajadas de sus mayores.
Según parece, fue mi abuela paterna quien descubrió por ese entonces, cuando mis tías hacían sus tareas, esa temprana habilidad mía para leer. No tanto porque repitiese o canturrease lo que fuese que ambas leían.
Vivíamos, en esa época, en la casa de mi abuela Mercedes [Ma' Menche, la llamamos siempre] en este pequeño pueblecito semirrural en el suroriente de El Salvador. La casa estaba junto a la escuela primaria para niñas en donde mi madre ejercía como docente.
En ocasiones, quizá cuando mi incomodidad amenazaba acabar con su paciencia y a lo mejor en un intento de apaciguar mis exigencias de ver a mi madre —yo "sabía", a no dudarlo, que estaba a solo unos pasos de distancia, cuidando de pequeñas con quienes no tenía ningún vínculo más que el laboral—, Ma' Menche me llevaba en brazos hacia una de las ventanas que daba al salón de clases para que yo viese a mi madre, mientras ella enseñaba a sus alumnas las maravillas del alfabeto.
— ¡Niña Olga, Niña Olga, ahí está otra vez su niño en la ventana!, decían en coro las pequeñas.
Y era ahí entonces, junto a las matas de guineo y el árbol de marañón, no lejos del mango cuya sombra cubría la batea donde Ma' Menche lavaba la ropa para luego secarla al sol, donde yo me dormiría en los brazos de mi abuela, mientras mi madre enseñaba, adentrando a las pequeñas en las maravillas del lenguaje con palabras en cuya sencilla estructura se perfilaban hallazgos aún por descubrir.
Y fue así pues que, de manera un tanto hiperbólica, pasé de balbucear un día a leer, al siguiente, en las páginas de libros de lectura para escolares. Y que con mucha mayor presteza que la mayoría de niños, anticipaba cada mediodía la llegada del periódico diario para deleitarme con las tiras cómicas.
No fue solo contemplando a mi madre cuando ella se ocupaba de enseñar que yo aprendí a leer.
Llegada la hora de conciliar el sueño nocturno, Las Mil y Una Noches cobraban vida en la narración suya de cuentos memorizados quizá en su adolescencia, o antes.
Sus relatos hacían mucho más que calmar los temores al parecer innatos que muchas veces lo acompañan a uno a la hora de irse a dormir.
Una mejor manera de explicar todo esto quizá sería decir que para cuando llegó el momento de que yo viera en libros o revistas las cosas de que Mayita —como la llamé siempre— nos hablaba, no estaba, en realidad, viendo nada nuevo. Más bien cotejaba, por así decirlo, lo “nuevo” con las imágenes que sus palabras habían plasmado en mi mente años antes.
[Mi madre, la maestra del título, habría cumplido hoy 99 años. Este recuerdo de ella lo escribí unos meses después de su muerte, en agosto de 2008.]
¡Qué hermoso! Muy dulces recuerdos de uno de los momentos más lindos que tiene esta vida: el aprender a leer.
ReplyDeleteGracias, Natus! Un abrazo.
ReplyDeleteMon, Feb 10, 2014 at 8:53 PM
ReplyDeleteMauro, que orgullo de padres y tú siguiendo el gran ejemplo de tu madre que fue tan entregada a la enseñanza, qué amor más grande el de los padres y de los hijos hacia ellos cuando están conscientes de todo el amor, el sacrificio que hacen por ellos y la manera de compensarles es amarles, servirles, honrarlos siempre. Que Dios te bendiga, Mauro. Saludos.
Zoila E. C. M.
Gracias, Zoila. Mi madre fue, en efecto, abnegada maestra y madre ejemplar. Un abrazo.
Mon. Feb 10, 2014 at 9:44 PM
ReplyDeleteHacía mucho tiempo que no disfrutaba tanto un artículo escrito totalmente en Español. En este caso el placer es doble ya que no sólo disfruté su contenido sino la forma en la que está redactado. Mauro, la calidez y sutileza con la que Ud. escribe son sencillamente una exquisitez.
Por otro lado, el ver a su Payito y su Mayita, al igual que la mención que hace de Mamenche y sus tías Isolina y Esperanza trajeron a mi mente lindos recuerdos de mi infancia. ¿Sabe? La Niña Olga no sólo fue nuestra vecina sino también mi guía cuando yo me inicié en esa hermosa profesión de la docencia.
Letty M.
Gracias, Letty. El cariño de Mayita era enorme y siempre desbordó hacia todas las personas a quienes conocía y conocíamos sus hijos. Un abrazo.
Tue, Feb 11, 2014 at 9:43 PM
ReplyDeleteUn recuerdo muy bello.
RMauricioC
Sat. May 23, 2014 at 5:34 PM
ReplyDeleteQue bonito recuerdo Don Oliverio y la niña Olga ambos de grata recordacion y amigos de mis queridos padres
Dinora CdeM