Thursday, January 8, 2015

El general y yo

El súbito desparpajo de los parroquianos fue el primer indicio que tuvimos de que las cosas no andaban del todo bien. Algo así como el crujido de la hojarasca que uno escucha al dar un paseo por enmedio del bosque, con la soledad como única compañía, y cada paso hace que todo tipo de insectos y sabandijas y minúsculas criaturas se dispersen en busca de refugio.
Las siguientes en escabullirse fueron Paola y su amiga.
Ambas habían llegado a nuestra mesa para disfrutar de una bebida y, nada más escuchar la conmoción, dieron un vistazo hacia la puerta de entrada y sin darnos siquiera tiempo para al menos pensar en preguntarles, “¿Qué rayos está pasando?”, se levantaron, musitaron algo ininteligible y se dirigieron hacia ese sitio desconocido en el cual convergen todas las bailarinas exóticas cuando no están ocupadas tratando de descamisarlo a uno.

Lo más probable es que tanto a mí como mi amigo se nos habría considerado por esa época como “parranderos”. Pero nuestra reputación no llegaba a tanto como para decir que el afamado Club Safari fuese uno de nuestros sitios habituales. De hecho, jamás lo habíamos visitado y, después de esa noche, no volvimos a poner pie en su interior en los años en que siguió funcionando.
El único motivo de nuestra visita era que mi colega y compañero de trabajo había, días antes, conocido a Paola —su nom de guerre, si quieren apostar algo—. En lugar de “conocido a Paola” léase más bien “sostenido uno de esos encuentros casuales en donde traba uno conversación con la persona que también hace cola a la caja registradora, se intercambian pequeñeces y minucias sobre el estado del clima y, sin proponérselo casi, se acuerda verse de nuevo”.
Medrano in the 1969 war
El rifle es de verdad

De no haber sido, digo, por esa casual amistad de mi amigo con Paola, quizá podríamos habernos mantenido fieles a nuestra rutina de siempre: marcar reloj al término de la jornada laboral, parar el primer taxi a la salida del edificio y alzar vuelo hacia el sitio favorito ese donde las “cherchas” se servían escarchadas, las “boquitas” eran del otro mundo, los platos principales eran suculentos y abundantes y todos lo conocían a uno por su nombre — sí, sí, ya sé, es la misma línea que habrán escuchado en inglés en el tema musical de Cheers, así que no venga nadie a decirme que estoy plagiando nada.
En esos líquidos recesos poslaburo debatía uno lo sucedido en la oficina, se ponderaba la inmortalidad, se comía lo suficiente para mantenerse alerta y se bebía no hasta perder el conocimiento pero sí lo bastante como para despabilarse y, congratularse, a la vez, de que se tenía el dinero suficiente para viajar en taxi y no tener que conducir.
Así podía despreocuparse uno de los policías nacionales acechando en busca de "mordidas" a cualquiera que transitase por las desoladas calles en horas de la noche, lo mismo si la víctima fuese joven y lo bastante incauta como para atreverse a manejar luego de consumir un par de bebidas alcohólicas —unas cuantas bebidas, en la mayoría de los casos— o simplemente un angustiado padre de familia que conducía a mayor velocidad de la normal en su prisa por llegar a la farmacia de turno más cercana, apremiado por alguna urgencia familiar.
Hasta la fecha, tanto mi amigo como yo nos seguimos preguntando por qué esa noche no nos sumamos al desparpajo de parroquianos.
Si la memoria no me falla, habíamos llegado al Safari en torno a la medianoche. Producto, más bien, de una de esas abruptas decisiones que se toman luego de concluir que la noche aún está joven y qué sentido tiene, al fin y al cabo, emprender el camino a casa. “Es temprano”, solíamos decir por esa época, “¡todavía no sale el sol!”.
Era, asimismo, viernes, que ya para ese entonces se le había comenzado a llamar Sábado Chiquito. Un fiel reflejo, me parece, del poder de la publicidad, en donde se originó el mote, aproximadamente por la misma fecha en que Chepe Toño —el personaje caricaturesco con el que una de las destilerías más grandes del país promovía el Espíritu de Caña, una de las dos marcas más populares de aguardiente— cobró residencia en el caló guanaco. Una vez afincado en la lengua, entre quienes bebían no se escuchó más la invitación a “tomar un trago” sino que, “¡Vamos a echarnos un Chepe Toño!”
Ya llegará el momento de discutir cómo y por qué ese tipo cosas cobran arraigo en el habla cotidiana.
Cualquiera que sea la forma en que los dichos se propagan, lo cierto es que una vez se afinca un término, resulta difícil no solo defenestrarlo sino modificarlo y, peor aún, “mejorarlo”.
El “sabadito” con que alguien quiso desplazar a “Sábado Chiquito” jamás funcó.
Más de alguno quizá escucho decir a alguien, un día jueves, que era “Cachi Viernes”, y el giro sonó tan contrahecho y falso como las ahora desaparecidas monedas de un colón de las últimas décadas del Siglo XX —a las que todo el mundo, se recordarán, llamaba “suegras”, apodadas así por el chusco ese que se ingenió la explicación de que nadie las quería, “por grandes, gordas y pesadas”.
Con el tiempo, me di cuenta de que ambos [mi amigo y yo] tuvimos esa noche más vigilancia y protección de la que probablemente éramos merecedores. Alguien dijo por ahí alguna vez que Dios cuida de los niños, los borrachos y los tontos. Ciertamente no estábamos, en ese momento, borrachos, y hacía ya años en que la edad de la inocencia había quedado en lontananza. Pero tampoco me cabe duda alguna de que el calificativo de tontos —o insensatos, si le queremos quitar hierro— nos venía esa noche más que al pelo. Sigan leyendo.
“¿Por qué no vienen a protegerse? Es el general”, dijo Paola a mi amigo, que llegó a preguntarle sobre la causa del barullo hasta uno de los pilares de la sala detrás del cual ella se guarecía. Meseros, bailarinas, personal de seguridad del club nocturno y todos los demás clientes habían hecho lo mismo.
Salvo por los dos nosotros, bebida en mano, nadie más ocupaba silla alguna en el resto del local.
El general” a quien se refirió la chica era José Alberto "El Chele" Medrano. Cuando esto sucedió era a principios de la década de 1970 y aunque tanto mi compañero de trabajo como yo sabíamos bien quién era “el general”, ninguno de los dos lo había visto jamás en persona.
No era necesario que uno trabajase en un periódico —de hecho, ni siquiera había que leer el periódico— para saber, tanto entonces como ahora, quién era “el general”. Era tan célebre como notorio.
En la foto que acompaña a esta entrega Medrano aparece al frente de una columna de efectivos de la Guardia Nacional cuando El Salvador y Honduras libraron, a mediados de 1969, un breve conflicto armado. Siempre me ha parecido que la foto de marras fue “posada”. Si miran con detenimiento se darán cuenta de que las botas de Medrano lucen pulidas, lo cual parece más bien raro si, como lo sugiere su vestimenta, fue captada en un día lluvioso en una zona rural. Tampoco es visible el famoso revólver .357 Magnum con el que por ese entonces se le fotografiaba a menudo, en una funda a través del pecho.
Por esos días en los que “escuadrones de la muerte” no había ingresado aún en el léxico político de El Salvador, a Medrano se le mencionaba desde mucho antes, quizá desde mediados de la década de 1950, como uno de los primeros fundadores o auspiciadores de tales grupos armados clandestinos.
Todavía hasta principios de los 70 un “escuadronero” era solo un término asociado con los integrantes de los grupos paramilitares que libraban la sórdida y clandestina campaña de aniquilación de la guerrilla urbana marxista o de delincuentes comunes en países suramericanos.
Como leerán aquí en esta reminiscencia del veterano periodista y también ex compañero de trabajo Francisco Romero Cerna —Don Chico, para la mayoría de quienes lo conocimos— había mucho qué temer o, por lo menos, de qué guardarse, si fuera uno a encontrarse con “El Chele” Medrano.
En realidad, habría bastado con apreciar el tono urgente y casi plañidero con el que Paola había alertado esa noche a mi amigo y colega, para concluir que no había siquiera que encontrarse con “el general”.
La mayoría de los parroquianos, dedujimos posfacto, eran parte de la clientela regular y, en consecuencia, familiarizados con su aparente costumbre de irrumpir en el club, destilando alcohol hasta por los poros, para abrir fuego con su revólver.
¿Hubo quizá, en alguna oportunidad, algún herido durante uno de esos incidentes? Me imaginé luego que el desparpajo del resto de la clientela era prueba suficiente de que preferían escabullirse antes que convertirse en estadística.
“¿Qué pensás, nos movemos de aquí? Ella [refiriéndose a Paola] y su amiga, la otra bailarina, creen que sería lo mejor”, dijo mi amigo.
“Creo que ya es muy tarde para eso”, respondí, justo en el momento en que “el general” se plantaba en el medio de la sala, su .357 Magnum en la diestra y seguido por guardaespaldas, que prontamente se apostaron en el local para cerciorarse que nadie confrontara o amenazase al viejo soldado.
Hasta los verdaderos abstemios en mi país pueden distinguir a cabalidad las diferentes fases de ebriedad y conocen los términos que las identifican.
Solo a manera de ejemplo: “picado” designa a alguien que ha bebido lo suficiente como para que otros lo noten sin mayor esfuerzo. “Tecolotón” [de tecolote, o búho], alguien cuyos ojos —trata de mantenerlos más abiertos que lo usual, para “ocultar” su estado etílico— lo delatan. Y “zapatón” el tipo ese que si bien está borracho, mantiene la lucidez suficiente como para percatarse de que lo está y, en busca de no escorar hacia ninguno de sus lados, en lugar de caminar planta con fuerza cada uno de sus pasos.
Nada más lo vimos dirigirse hacia nuestra mesa, mi amigo y yo nos dimos cuenta de que Medrano no andaba ni “picado” ni “tecolotón” ni “zapatón”. De hecho, no estaba siquiera “borracho perdido”.
Ambos concluimos que estaba, como suele decirse, “en piloto automático”, la fase palimpsesto alcohólica esa en evidencia no tanto por el desequilibrio al caminar ni por el hedor a alcohol, sino más bien por la nada que se percibe detrás de la oscuridad de los enrojecidos ojos.

“Buenas noches, general. Se le saluda”, dije, al momento que Medrano alzó el arma para apuntarla justo al medio de mi frente [si de verdad quieren saberlo, no es precisamente un blanco muy difícil].
“¿Cómo está, general? Buenas noches”, acotó a renglón seguido mi compañero de laburo, justo en el momento en que el general abanicaba el revólver hacia mi izquierda.
No hubo, naturalmente, respuesta alguna de parte de “el general”. Simplemente movió el arma hacia uno y otro lados de la sala, caminó unos cuantos segundos en derredor de las desoladas mesas, y salió del local.
Ni mi amigo ni yo le dimos mucha importancia, durante años, al incidente.
Para cuando sucedió teníamos cada quien la edad suficiente como para haber superado la “fase de invulnerabilidad”, la absurda sensación esa que en nuestros años de adolescencia nos persuade de que nada ni nadie puede hacernos daño alguno. Creo que a lo mejor pensamos, con un deje de estúpidamente ingenuo optimismo, que si no habíamos hecho nada no había motivo por el que correr, como los demás.
En una oportunidad, recordábamos la historia durante una reunión en la que había amigos más jóvenes.
Nos preguntaron si el general había, en efecto, apuntado directamente el revólver en dirección nuestra o fue solo algo más bien casual. Preguntaron, también, si el arma era, en efecto, el notorio .357.
Me acuerdo que mi amigo y yo nos volvimos a ver, con la mirada esa que dice que cuando uno tiene la vista puesta en el lado equivocado del cañón de una pistola los detalles de ese tipo no tienen la menor importancia: simplemente se dan gracias a Dios por escudarle a uno del mal.
[Esta entrada la publiqué originalmente en Como decíamos ayer con el título The general and me.]