Wednesday, November 1, 2023

De nuevo a las andadas

De lapsus linguae ...

Quienes siguen con mayor o menor asiduidad estas Hablanzas y malhablanzas recordarán que, en más de alguna ocasión, he comentado los desaciertos que se dan a menudo en el lenguaje diario.
En una entrega que actualicé hace unos días para reflejar la inclusión de “vallenato” en el mataburros, mencionaba cómo el desconocimiento previo —la ignorancia, así a secas, pero un término capaz de ofender sensibilidades— lleva muchas veces a error.
El desfase entre lo literal y lo conceptual, apuntaba en una entrega anterior a la citada, es más evidente en los casos de traducciones equivocadas, que no siempre pasan a entintar las páginas de los periódicos.
La asombrosa definición de las cámaras a bordo de los satélites espía del Pentágono, se nos informaba en la década de 1980, podían captar desde los cientos de kilómetros de su órbita geosincronizada detalles tan precisos como el crecimiento incipiente de la barba al término de la jornada laboral.
La frase proverbial o modismo con que se hace referencia a la “soldier's five o'clock shadow” se tradujo (no se publicó así, pero se tradujo) como “la sombra de un soldado a las cinco de la tarde”.
La prisa puede también generar desaciertos, como quedó patente en la gacetilla periodística sobre un caso común de violencia callejera en una ciudad estadounidense, en la que un transeúnte fue “fatalmente disparado” —“fatally shot”, en el lenguaje original— antes que “mortalmente herido” o “herido de muerte” por el delincuente.
Hablando de disparos, por cierto, el relato de un diplomático centroamericano allá en la década de los 60 ilustraba los peligros de ignorar los regionalismos.
“¡Disparemos!”, según el narrador, fue la respuesta del insurgente suramericano al alerta de su cohorte centroamericano sobre la proximidad de fuerzas militares en busca de capturarles.
“El visitante quedó tendido ahí; su anfitrión vivió para contarlo”, concluía el diplomático su narración del —probablemente apócrifo— incidente.
Así las cosas, sería aconsejable cerciorarse de que un determinado interlocutor no esté armado si llegase uno a decir “¡Dispara tú!” en un restaurante o cafetería.
Hombre prevenido, después de todo, vale por dos, nos dice la paremia desde la era cervantina.
Modifiquen el refrán a “La gente prevenida…” si son ustedes congéneres de los políticos y burrócratas —ajem, perdón por el lapsus calami, burócratas— que en nuestros días usan “los ciudadanos y las ciudadanas” cada que abren la boca.
En nuestros días, como bien saben quienes leen estas Hablanzas, muchos de los desaciertos son producto de la insalubre —excesiva e indolente, también— confianza en los servicios de traducción en línea. Los cibertraductores, si queremos llamarles así.

Es asimismo posible que las deficiencias en una determinada expresión reflejen la utilización impropia de un registro ajeno al necesario.
Lo de registros se lo debemos al lingüista estadounidense Martin Joos, quien categorizó los cinco niveles o aspectos en los que comúnmente se da la comunicación.
En pocas palabras, hay un nivel comúnmente accesible a todos y es ahí donde conviene evitar el uso de una cierta terminología que podría entorpecer la comprensión por parte de quien la oye o lee.

... a lapsus freudiano
Los verbal slips
—errores verbales, o lapsus linguae— del perdedor de las elecciones presidenciales estadounidenses de 2020 a los que se refiere el artículo original del New York Times en la captura de pantalla incluida arriba, se tradujeron como “deslices” en la versión en español publicada luego por el mismo matutino.
Porque al lapsus puede también llamársele, correctamente, “desliz”, según el mataburros, cabe conjeturar que en la traducción se optó por el registro más bajo.
A mi manera de ver las cosas, el problema es que, en el lenguaje coloquial la acepción de desliz, según el DLE, es la segunda.
Es decir que tendríamos, entonces, un lapsus freudiano.

Thursday, October 12, 2023

Mirando cosas viejas

Como quedará claro en esta breve entrega, el título nada tiene qué ver con ninguna melodía de salsa ni con mirarse —vale, vale, pues, mirarme, para ser más exacto— en un espejo.
Me refiero más bien a las capturas de pantalla (fotografías, si lo prefieren) de dos de mis poemas preferidos, que reproduzco a continuación.
Con galantería, sin temor
Colgué ambas fotos hace ya más de una decena de años, meses antes de las fechas en que se revive el debate anual sobre lo que antes llamábamos el Día de la Raza.
La virulencia en torno a la llegada de Cristóbal Colón a nuestra América continúa.
La oda de Neruda a las palabras —al lenguaje, de hecho— deja patente que si se aprecia solo desde el punto de vista de quienes aborrecen la noción del “descubrimiento”, esa virulencia se afinca en el error [digresión — qué les parece leer ahí, a mitad del prosema: “Una idea entera se cambia porque una palabra se trasladó de sitio, o porque otra se sentó como una reinita adentro de una frase que no la esperaba y que le obedeció.”)
Una vía de va y ven


En Hablanzas he dicho en numerosas oportunidades que esto del lenguaje ha sido, desde siempre, un intercambio, una amplia calle de va y ven, antes que una vía de sentido único.
Se acordarán de cigarro , la expresión maya que saqué a cuento en la entrega sobre el mofletudo e indigesto viajero ferroviario.
En varias oportunidades, no necesariamente en este blog, he mencionado que tiza, del náhuatl tizatl, según apunta el DLE, parece ser el término preferido en la península, en contraposición al uso de yeso en América.
Nos dejaron las palabras, nos dice don Neftalí, pero también se llevaron otras como tiza y cancha, del quechua kancha “recinto, cercado”.
El uso extendido de ambos términos —extranjerismos, de hecho, porque provienen de otros idiomas— en la actualidad no necesariamente implica que se los adoptara fácilmente.

Saturday, October 7, 2023

De cómo utilizar "mico mandante"

Al amanecer, estragado por la tormentosa vigilia, apareció en el cuarto del cepo una hora antes de la ejecución. “Terminó la farsa, compadre —le dijo al coronel Gerineldo Márquez—. Vámonos de aquí, antes de que acaben de fusilarte los mosquitos.” El coronel Gerineldo Márquez no pudo reprimir el desprecio que le inspiraba aquella actitud. — No, Aureliano —replicó—. Vale más estar muerto que verte convertido en un chafarote. — No me verás —dijo el coronel Aureliano Buendía—. Ponte los zapatos y ayúdame a terminar con esta guerra de mierda.
Cien Años de Soledad


Tras haber colgado de nuevo en mi muro de Facebook, hace unos días, la entrega esta en Hablanzas sobre los apodos, los comentarios de un par de amigos me han animado a revisitar el tema.
“Con frecuencia me río cuando recuerdo el mundo fascinante de los cipotes de ayer, del entonces cargado de años”, me dice Tito, cuate de adolescencia que figura en la lista detallada al pie del artículo con los dos motes por los cuales, seguramente, habrá quienes le recuerden —o, quizá, identifiquen— con más facilidad.
Como seguramente habrán de percatarse quienes decidan leer el listado, no todos los sobrenombres se explican por sí mismos.
La lista, por ejemplo, incluye cuatro “Chele”, término que por lo general describe a alguien de tez sumamente clara. Lo de “Loco”, en otros casos, no alude necesariamente a personas con dificultades conductuales, aun cuando en algún caso bien puede ser más que acertado.
A uno de mis mejores amigos y colegas, Rolando, la mención de Chocolate le ha hecho recordar que “todo iba bien” en su fiesta de Primera Comunión hasta que el payaso comenzó a entonar canciones que hacían reír a los peques, pero horrorizaban a las mamás.
“ ‘Una frase frecuente del personaje era: ¡No se vayan, que ahora viene la Sandra!’, y levantaba las cejas con picardía mientras una muchacha de senos desbordantes, gran nalgatorio y no menos panzuda, con poca ropa, aparecía en escena”, agrega.
En ese mismo comentario, Rolando rememora el apodo de “Mico Seco” con que se llamaba en sus años de secundaria a uno de sus condiscípulos, “por tener una flaca contextura, en particular, rodillas de robustos cóndilos que la piel ni los músculos lograban disimular.”
Lo de “mico” alude a la primera de las acepciones del término en el mataburros, aunque bien podría  haberse utilizado en ocasiones para hacer referencia a alguna de las otras ahí listadas.
La primera de las acepciones fue también la intención de José María “Chema” Méndez, el jurista salvadoreño autor de muchos cuentos en los que imperaba el humor.
Méndez utilizó lo de "mico" para mofarse de quienes lo torturaron en su época de disidente.
En una de sus obras, citaba el doctor al raso que respondía a la orden del superior de turno y acotaba algo así como: No quedó claro en su respuesta si el subalterno decía, "mi comandante..." o "mico mandante..." [itálicas porque no es una cita textual].
En el caso de Chema Méndez, que dio en llamarse “Flit” cuando hizo de columnista en uno de los periódicos salvadoreños allá a mediados del siglo anterior —de donde “Fliteando”, como se titulaba su columna— es más que natural relacionar lo de “mico mandante” con un gobernante militar.
Pero queda claro que es aplicable a cualquiera que presuma de dictador.

Este solo se usaba contra las plagas
[Un breve aparte para explicar lo de “Flit”, la marca comercial de un insecticida cuya venta se descontinuó luego de determinarse los perjuicios causados por el DDT, uno de sus componentes principales. Se utilizaba mayormente con un atomizador, como el encontrado en Wikipedia que ilustra esta entrega.]
De uso más específico para referirse a los militares son otros dos términos despectivos: gorila y chafarote. Este último, como se darán cuenta en el mataburros, se origina en un término que en sí y por sí nada tiene de despectivo.

Friday, February 19, 2021

Au revoir, mon enfance

Como cabe esperar, en un sentido estrictamente cronológico mi infancia terminó hace ya décadas. Pero como verán luego, tengo un motivo para titular así estas remiscencias.   
Quienes saben de cine reconocerán de inmediato de dónde viene el título de esta entrega, aunque confío en que a todo el mundo le quedará claro que no hay tragedia alguna implícita en mi relato: es mayormente gozo y celebración de la vida, aun cuando sea el fin de la vida misma —en pocas palabras, la muerte de seres queridos— lo que trae estas remembranzas al proscenio.
El templo de mi infancia
El templo de mi infancia
 Ciertamente habré de ampliar luego el sentido de esa frase explicativa si bien, en un sentido más que amplio, comprender qué es la muerte no supone, necesariamente, que alguien deba morir.   
Para cuando yo nací, mis abuelos paterno y materno habían cesado de existir.   
Cuándo y por qué y cómo el abuelo Eduardo o el papá Lucio fallecieron no viene al caso.   
El hecho es que no conocí a ninguno de los dos.   
Y, no obstante, sí lo hice.   
Mis precoces memorias visuales de cada uno de mis abuelos están confinadas al retrato en blanco y negro colgando en una de las paredes de la casa de una tía materna o imágenes, similares, fijas en las pesadas páginas del álbum fotográfico de uno de mis tíos paternos.   
Que el hijo mayor de mi abuelo paterno —nacido fuera del matrimonio, como fue también el caso de mi padre— se asemejara tanto al patriarca, a juzgar por esa foto compartida a través de los años, hacía aún más fácil ese “conocer” de mi abuelo Eduardo.   
En ambos casos (ignoro si la explicación quedará clara) para mí el término muerte no significaba el fin de una existencia: era más bien una presencia intangible en nuestras vidas, tanto la mía como las de mis hermanos y primos.   
Presentes y, a la vez, ausentes. Presencia en pensamiento y en acciones por los relatos de mis progenitores, sus descendientes; ausencia en carne y hueso. Al mismo tiempo ahí, donde sea que ahí se encuentre, y aquí, junto a nosotros pero no precisamente al lado nuestro.   
Ese aterrorizante y desgarrador entendimiento que todos, en algún momento de nuestras vidas, llegamos a asociar con el término muerte, me golpeó cuando yo andaba en torno a los ocho años, en dos ocasiones distintas.   
Si bien soy incapaz de precisar cuál de las dos precedió a la otra cada una me impactó sobremanera, aun cuando solo una tenía la inmediatez necesaria para darle un tinte, si se quiere, personal.   
Fue simple curiosidad carente de morbidez la que un mediodía me hizo acercarme al gentío aglomerado en el portal de la alcaldía municipal, donde los parientes de las víctimas del incendio que consumió su rancho de paja, a poca distancia del límite urbano del poblado, lloraban inconsolablemente, con sus lamentos tan abrasadores como el olor de carne humana carbonizada que permeaba la escena.   
Así fue como el término muerte, arropado en tragedia, adquirió para mí un sentido real.   
Yo estaba entonces en tercer grado de primaria y fue el deceso de la madre de uno de mis condiscípulos el que aportó un entendimiento más profundo de cuán devastadora puede ser, para un ser humano, la muerte.   
Aún a esa temprana edad, mi condiscípulo era (sigue siendo) muy inteligente y su caligrafía nada tenía que envidiar a la de ninguna otra persona. Porque vivíamos en un lugar con quizá unos mil habitantes en el área urbana, había un vigoroso sentido de comunidad entre los residentes.   
Era, así, más que simple formalidad para los condiscípulos de mi amigo acompañarlo al funeral y recuerdo bien la manera estoica en que, siendo el mayor de los hijos, contenía vigorosamente su pesar para impedir que doblegase la fuerza que necesitaba demostrar a los menores.   
Este preámbulo más bien extenso que incluye el abrupto ingreso de mi condiscípulo en una relativa adultez y el todavía traumático recuerdo de los desconocidos que perecieron en una devastadora conflagración se relaciona, aunque de modo un tanto marginal, con el hecho de que en mi caso, la muerte —lenta y gradualmente, de manera constante, inmutable y, también, inevitable— ha erosionado mi infancia … no con el vigor capaz de relegarla al olvido pero sí con la capacidad de dañarla lo suficiente como para decir, al igual que en el título, Au revoir, mon enfance.   
Arriba verán la foto del templo Bautista en el terruño de mi padre al cual yo, mis dos hermanos menores y todos sus parientes paternos, y sus familias, asistimos en nuestra infancia. Hablo de la década de 1950 y parte de la de 1960.   
La tomé de la publicación en facebook que hizo uno de los descendientes del pastor que por entonces guiaba la congregación. Fue a principios de la década de 1990 en que me reuní por última vez con el pastor y su esposa y vínculos familiares —uno de mis primos desposó a una de sus hijas— me permitieron, en cierto modo, mantenerme en contacto.   
Tanto don Venancio como su esposa, al igual que la esposa de mi primo, fallecieron hace algún tiempo.  Hasta donde yo sé, la foto data de por ahí en torno a principios de los años 80 y actualmente hay una nueva estructura en el lugar, por cuanto la de la imagen sufrió daños irreparables en uno de los terremotos más destructivos que asoló el territorio a fines del siglo pasado.   
Mi punto es el siguiente: el edificio de la foto no existe más y uno nuevo, quizá mejor y más seguro y sólido, lo ha reemplazado.   
Pero en mi mente, la araucaria justo a la derecha del portón de hierro se alza todavía majestuosa hacia el firmamento. Y acogidos a su sombra tanto yo como mis primos, manos posadas sobre el muro, esperamos ansiosos el ingreso de otros miembros para asistir al culto dominical.   
En 2009, cuando inicié mi blog Cómo decíamos ayer, una de las primeras entregas hacía remembranzas de mi padre.   
Unos cuantos meses antes de la primera entrega de la serie titulada Father’s Day —que sinteticé luego en Hablanzas como Día del Padre, habían pasado cinco años desde su deceso.   
Fue por allá a mediados de los 70 que comenzó ese lento desgranar de mi infancia. Me parece que la muerte de tío Roberto fue la primera de uno de los hermanos paternos de mi padre —es bien probable que él fuese el segundo en fallecer, precedido si la memoria no me falla por el deceso del mayor de todos, tío Paco— en impactarme de lleno, tanto por el recuerdo de ver a mi padre acongojado en el funeral como por las memorias de los momentos que compartí con ambos.   
Pasaron quizá unos 20 años antes del deceso de tío Armando y hubo, en el ínterin, otras muertes en la familia que contribuyeron, de nuevo, a la erosión gradual del grupo familiar, tanto en el lado paterno como materno.   
En épocas diferentes y no necesariamente en orden correlativo, murieron mis dos abuelas, tíos y tías y primos tanto por parte de padre como de madre —Marina, Atilio, Napoleón, Andrés Atilio—, al igual que otros.     
Como bien debe ser el caso —el tiempo transcurre inexorable y mientras más se vive más próximos estamos a morir— las muertes han aumentado de manera considerable durante los últimos ocho años. 
La muerte de mi hermana materna en noviembre de 2012 fue seguida por la del mayor de mis hermanos maternos, Alfredo, en el curso de los últimos dos años.   
En poco más de 18 meses más de los parientes que nutrieron mi infancia, adolescencia y años de adulto joven, mi vida entera, de hecho, han partido también con rumbo al Creador.   
Uno de ellos, mi tío Eduardo (homónimo de mi abuelo paterno) era un personaje desenfadado, siempre con la sonrisa a flor de labios y una broma o un relato divertido que compartir conmigo, con todos.   
El más joven de los hermanos paternos de mi padre, Noé, ha sido el último de los varones en partir y son pocos los momentos en que mi corazón no se acongoja y pesa en demasía ante mi incapacidad de mantenerme en contacto.   
Por motivos que no vienen al caso en esta historia, ninguno de mis hermanos por parte solo de madre crecieron conmigo y mis dos hermanos menores, por lo cual el reciente fallecimiento de una de mis primas (gemela de la otra a quien adoro sobremanera), con quienes crecí y compartí vivencias a lo largo del tiempo, me ha impactado tanto como si hubiese perdido de nuevo a una hermana.   
Osada e intrépida cuando chica —tenía en su frente la cicatriz de un pesado proyectil que una vez lanzó hacia un árbol de mango, sin percatarse de que rebotaba en dirección suya—, fue dedicada sierva del Señor y tuvo a su cargo el panegírico de mi madre en su funeral.   
La más reciente en esta extensa enumeración es la esposa de tío Armando, Carmen, a quien todos queríamos, queremos, como nuestra propia madre.   
Algo que confío no encontrarán al leer esta larga y, en cierto modo, abreviada lista, es tristeza.   
Se debe al legado que nos dejaron: la creencia en un Dios creador y el convencimiento de que la promesa de la vida eterna nos espera.   
La gracia, ciertamente, tiene origen divino, pero tener familia que nos lo recuerde seguramente ayuda a mantenernos firmes.   
Así, pues, a mis hermanos, mis primos, sus familias, aquí les va este mensaje final: Au revoir, mon enfance. Not adieu. Este es un, Hasta pronto, mi infancia. No un adiós.   
Porque nadie puede borrar las memorias, nuestra infancia, y quienes la nutrieron, sobreviven.

Monday, May 25, 2020

De donde son los gusanos

Vladimiro — (Tranquilizador.) Es de noche, señor; ya ha anochecido. Mi amigo trata de hacerme dudar, y debo reconocer que por un momento lo ha conseguido. Pero no en balde he vivido este largo día, y puedo asegurarle que está dando las últimas boqueadas. (Pausa.) Y hablando de otra cosa: ¿Cómo se encuentra usted?

Estragón. - ¿Cuánto tiempo nos queda aún de aguantarlo? (Le sueltan un poco, y vuelven a cogerlo al ver que se cae.) No somos cariátides.
Samuel Beckett, Esperando a Godot


Si la memoria no me falla, fue en 1967 que la revista mexicana Siempre publicó un extenso reportaje sobre la Unión Soviética. Se cumplían 50 años de la victoria bolchevique en la Revolución de Octubre de 1917 que culminó en la fundación de la URSS y el artículo sintetizaba lo ocurrido durante ese medio siglo.

De donde son los gusanos: portada
Portada de la obra
No pongo mis manos sobre las llamas para asegurar cuál fue, precisamente, el mes de la publicación, pero aclaro lo relativo a la efeméride para disipar las dudas de quien pudiese por ahí desestimar la memoria, postulando aquello de que si alguna publicación latinoamericana fuese en ese entonces a dedicar espacio prominente a la URSS, la respuesta será siempre fácil.

Para entonces, recordarán, la revolución que llevó al poder a Fidel Castro tenía menos de una década de haberse establecido en Cuba. El reportaje en Siempre analizaba los resultados infructuosos de los soviéticos en el cumplimiento de las promesas que llevaron a su fundación luego del triunfo bolchevique y, en una de sus secciones, incluía comentarios de cubanos en la isla. No de cubanos de la calle, que se dice, sino más bien de quienes tenían un cierto rol protagónico.

Desecho las comillas porque no tengo la cita textual a mano, pero en uno de los más interesantes, uno de los entrevistados decía que, si después de 50 años [los cubanos] estuviésemos en la misma condición que hoy está la Unión Soviética, habría que hacer otra revolución. Imposible para mí asegurar, más de medio siglo después de leído el reportaje , si se identificó al entrevistado.

Estos párrafos introductorios, al igual que la cita (al tope) del diálogo entre Vladimiro y Estragón durante su segundo encuentro con Pozzo en Esperando a Godot, vienen a cuento porque ambos temas —el reportaje de 1967 y las frases de Beckett— me los ha hecho recordar Néstor Díaz de Villegas, tanto por el contenido de sus memorias, De donde son los gusanos, como por sus comentarios en la presentación del libro en Books & Books, la librería de Coral Gables que hace más que simplemente apilar libros en estantes y venderlos.

Me enteré del evento en sí más bien al azar. Una joven excompañera de trabajo, con quien restablecimos fugazmente contacto después de muchos meses de interacción cero, me hizo llegar la invitación de un colega periodista y, a la vez, excompañero de trabajo mutuo, Benigno Dou, para asistir a la charla de Díaz de Villegas sobre su obra. La presentación del libro tuvo lugar hace ya varios meses y circunstancias diversas —la dificultad de localizar archivos digitales bien resguardados en USB, una de ellas— resultaron en la postergación de esta entrega.

El 14 de octubre de 1974, nos dice Díaz de Villegas, fue apresado por elementos de la seguridad estatal cuando se preparaba a iniciar sus estudios de onceno grado, poco después de que había leído a sus condiscípulos la “Oda a Carlos III”, su poema de protesta por la decisión del gobierno de designar con el nombre del asesinado presidente de Chile, Salvador Allende, una de las arterias habaneras más conocidas, el bulevar Carlos III. Fragmentos de la subversiva composición que promovió el arresto pueden leerse en este blog.

Al momento de su detención, “En mi mochila, entre tomos de geometría y literatura clásica, llevaba una carga de poemas contrarrevolucionarios”, agrega el autor, en un detalle de llovido-sobre-mojado que muy probablemente deleitó a sus captores.

Su salida del campo de concentración fue resultado de la liberación de tres mil presos políticos tras un acuerdo logrado en 1979 por el presidente estadounidense, Jimmy Carter, y el libro recoge mucho de su vida en el exilio pero, sobre todo, las experiencias vividas a su retorno a la isla luego del actualmente truncado deshielo iniciado por otro gobernante demócrata, Barack Obama.


Sintetizo la obra en esos dos párrafos precedentes porque esta no es, como tal, ni una reseña ni una crítica detallada de De donde son los gusanos.

Hay por ahí en Internet reseñas y comentarios sobre el libro, como esta publicada en El Nuevo Herald o esta otra, que Radio y TV Martí divulgase por los mismos días en que la obra llegó a los estantes.

b.d.: el samizdater
b.d.: el samizdater





Poemas en miniatura
Poemas en miniatura
Mencionaba antes que parte de mi tardanza en publicar estas notas se debía, entre otras cosas, a la dificultad que planteó reencontrar archivos que tengo por ahí almacenados en formato digital.
Hace varios años, cuando coincidimos con Benigno en tareas de edición en una empresa de Miami, capté las fotos aquí incluidas, en las que nos mostró a varios la forma en que se las ingeniaba para conseguir que su labor literaria evadiese el asedio de los censores.
Rollo literario
Rollo literario

Díaz de Villegas nos dice también, en su libro, de otra de las facetas del mutuo colega: la de elemento activo en la publicación clandestina de traducciones de poetas norteamericanos, el samizdat cubano de los años 70, tan peligroso para quienes lo emprendían en la isla como para quienes acuñaron el término tras el Telón de Acero.

El confinamiento carcelario de Díaz de Villegas y la persecución que sufrieron Dou y muchos otros a quienes el autor menciona en su libro se dan, hay que recordarlo, menos de una década después de que, en 1967, el Consejo Literario de la Casa de las Américas emitiese su declaración “en favor de la libertad irrestricta” de la creación artística, sujeta a su carácter “revolucionario”.
Veinte mil leguas y 40 años después
Veinte mil leguas y 40 años después


La mención de las cariátides por el autor es más bien tangencial, tanto en el libro como en la charla a la que asistí y, presumo, en cualquier otro coloquio de presentación realizado.

Dice el relato:

Verja con cariátides
La verja de la vieja casa familiar
“Arribamos a Cumanayagua, mi pueblo natal, y vamos directamente a la última casa donde viví. Saludo a mis antiguos vecinos y veo que allí tampoco queda nada, aunque ahora hay unas verjas con cariátides que dividen los portales. Cariátides de molde, balaústres de concreto que después encontraré por todas partes, como mujeres de Lot”.

El comentario es más amplio y detallado durante su charla y desata una risueña reacción de la audiencia.

De donde son los gusanos abunda en imágenes hábilmente manufacturadas.
“La tarde se escurría entre el follaje como una serpiente desplumada”, nos dice en la frase que abre la última de sus páginas. Unas 20 páginas antes, afirma: “El cementerio de Colón, que hace dos años, durante mi primera visita, se encontraba en un estado de total deterioro, es hoy el único lugar habitable de La Habana”.

Un poco antes de la conclusión de ese mismo capítulo, opina el autor que si en Cuba “continúa el ritmo actual de petrificación, el peso de todas las generaciones muertas terminará aplastando como una pesadilla el cerebro de los vivos”.

Todo eso bien podría llevar a la misma conclusión que alcanza Estragón en la cita incluida al tope.

O quizá a describir la experiencia en la isla en los mismos términos con que el norteamericano Robert Heinlein (conforme la página en inglés de Wikipedia) describió en Stranger in a Strange Land la escultura de Rodin: “No se dio por vencida, Ben; sigue tratando de alzar esa roca, después de que la ha aplastado…”.

Monday, March 30, 2020

En una fecha como hoy, hace 40 años

De puño y letra
De puño y letra
Entonces, como hoy, las calles estaban desiertas. Los motivos son distintos.

Hace cuatro décadas exactas, la muerte permeaba el ambiente.


La causa en El Salvador de 1980 era la endemia de la violencia: mayormente de matiz político, que superaba, con creces, la de tipo simplemente delincuencial.


Una pandemia global, la del coronavirus, ha hecho también este año —al menos, la intención está ahí— que la soledad impere de nuevo en las calles de San Salvador —como en muchas otras ciudades del mundo entero.

La enorme soledad de las calles de la capital salvadoreña la rememoré en esta entrega de Hablanzas y Malhablanzas que publiqué en 2015, cuando estaban por cumplirse 35 años de los trágicos sucesos durante el funeral del asesinado arzobispo Óscar Arnulfo Romero y Galdámez, ahora santo de la Iglesia Católica Romana.

Un día antes, en De profesión periodista, el pánico de las víctimas inocentes de la violencia en ese soleado, sangriento y trágico Domingo de Ramos es patente, confío, en los extractos de mis despachos.
El carné de la agencia
El carné de la agencia

Por estas mismas fechas, hace cinco años, rememoraba también mis vivencias propias con el padre Romero y escribí en Cuando mataron a Monseñor que mi última entrevista personal con el prelado fue a mediados de febrero de 1980, a pedido de una revista suramericana cliente de la agencia española de noticias EFE, para la cual yo trabajaba como corresponsal de su subsidiaria centroamericana, ACAN.


Podría haber quienes piensen que el detalle es minucioso y, si se quiere, superfluo.
La última entrevista
La última entrevista

Hace ya algunos meses, un compatriota y lector de Hablanzas, me compartió una imagen que, al parecer, llegó a sus manos a través de uno de sus conocidos.

De puño y letra del prelado, su agenda registra en la fecha correspondiente al 12 de febrero de 1980, la hora prevista para su reunión con Acan-Efe.

Monseñor Romero, según se divulgó posteriormente, acostumbraba también grabar las notas de su quehacer cotidiano, con detalles de sus reuniones que posteriormente serían mecanografiadas por alguno de sus asistentes.

Su entrevista conmigo fue, al parecer, la última actividad de esa fecha, como pueden ver en la imagen que también publico aquí, gracias al anónimo —por pedido propio— lector y compatriota.

Sunday, January 20, 2019

Más que mil palabras

Y la respuesta es, una imagen.
Un poco pensando en voz alta y reflexionando en cómo ambos idiomas, el inglés y el español, se asemejan tanto.
Ahí la tienen, pues, la imagen del día.
Que pasen un feliz domingo.