Sunday, March 29, 2015

De profesión periodista - i

La primera bomba explosionó a unos cuantos metros de la esquina surponiente de la catedral metropolitana, en esa soleada mañana del Domingo de Ramos de 1980.
Miles se habían congregado en homenaje a monseñor Óscar Arnulfo Romero y Galdámez y se apretujaban en las calles aledañas al templo católico y en la Plaza Gerardo Barrios, calle de por medio con el atrio donde se oficiaría la misa fúnebre.
El féretro con los restos del prelado estaba sobre una plataforma en el descansillo de las gradas. Uno de los designados como portaféretro era el rector jesuita de la Universidad Católica (UCA) José Simeón Cañas, Ignacio Ellacuría. Casi una década después de los espantosos acontecimientos durante el funeral de Romero, Ellacuría sería también asesinado junto con otras siete personas —cinco, al igual que él, curas.
“Lo más probable es que sea una bomba de propaganda”, dije al corresponsal de una de las cadenas de la TV de Estados Unidos parado justo frente a mí y que dio un nervioso salto al escuchar la detonación.
Minutos después, para utilizar un lugar común, Pandora abrió la caja.
Caos en el funeral de monseñor Romero
Bienvenidos a la locura: caos en el funeral

Los más afortunados fueron, quizá, quienes estaban situados en los bordes de la masiva concentración popular. Lo más probable es que salieron del área sin más impedimento que el de evadir la desbandada.
Para los más próximos a la catedral no había escape posible y, más especialmente, para quienes se habían situado justo al frente del pórtico principal. Fueron esos de entre la multitud los atropellados y pisoteados por la estampida de gente que corría alocadamente de un lado a otro, con la intención de evadir a un agresor que nadie parecía ubicar.
La mayoría de los muertos ese día fueron gente justo frente al atrio, algunos aplastados contra los barrotes de las puertas al frente de la catedral.
Las puertas se habían bloqueado para impedir que la multitud ingresase al templo y permitir que la misa se oficiara en el atrio. Tanto yo como periodistas locales y decenas de corresponsales extranjeros nos habíamos situado en derredor de la plataforma donde estaba colocado el féretro.
Como habrán leído en la síntesis de los despachos que Antonio Coll Gilabert publicó en De profesión periodista —que reproduje también en mi otro blog con motivo del trigésimo aniversario del funeral de Romero, con el título Journalist by Trade—, dije en una de esas crónicas: “Me agacho al ver que otros corren hacia el interior del templo y se ponen en cuclillas para evitar las balas”.
En esa crónica agregué, a renglón seguido, que aún consciente del peligro que implicaba hacerlo, casi en el mismo instante de agacharme me puse de pie porque necesitaba seguir viendo la pesadilla en torno a catedral. Ahí estoy, de pie, enmedio del círculo que he trazado en la foto que el Centro Virtual Cervantes reproduce en las páginas web dedicadas a monseñor.
Foto de Harry Mattison en el Domingo de Ramos de 1980
Los rostros de los pobres

Así que me puse de pie y me mantuve así durante todo el dantesco episodio, mientras tanto mis ojos como mi mente y mi corazón registraban con tristeza los abrumadores gritos de quienes morían a pocos metros de distancia, el pánico de los miles de niños, hombres y mujeres congregados para decir adiós a monseñor, la cantinela del cuadro de la guerrilla, las imploraciones de algunos de los sacerdotes próximos a nosotros en las gradas del atrio y los angustiados rostros de los pobres, semejantes a los que pueden verse en una pintura de El Greco [captados por Harry Mattison en la foto que he destacado en la captura de pantalla del Harry Ramson Center de la Universidad de Texas, en Austin, que puede verse junto con imágenes de fotógrafos como John Hoagland y Susan Meiselas en esta otra página web] y que tanto en ese momento específico como muchos años después pensé que se veían como si cada uno de ellos estuviese ya presenciando la horrenda pesadilla en la que se adentraba mi país.
Como el resto de las calles y avenidas alejadas de la catedral, la Calle Arce estaba desolada pero el recorrido de pocas cuadras hasta el Edificio Magaña donde estaba la corresponsalía de EFE —calle de por medio con la basílica del Sagrado Corazón donde monseñor había hecho, una semana antes, su más vehemente y dramático llamado por el cese de la violencia— lo hicimos prácticamente a paso de tortuga a bordo del pick-up de la Cruz Verde cuyos socorristas habían accedido a transportarme.
Había heridos a bordo, pero la lentitud era estimulada más bien por la precaución. Aunque el vehículo tenía banderas y todo tipo de enseñas que lo identificaban como una unidad de socorro, desplazarse a alta velocidad era una invitación a ser atacado por cualquiera que estuviese armado.
El alivio en el rostro del jefe de la corresponsalía, Rosendo Majano h., cuando me vio entrar a la redacción en el tercer piso probablemente fue un reflejo del que llevaba en mi propia cara luego de salir indemne de los alrededores de catedral.
Sin dilación, comencé a aporrear el teclado del teletipo, interrumpido el laburo nada más para atender las llamadas de radios extranjeras pidiendo un recuento “personal” de la masacre.
Omar González, una de las personalidades radiofónicas más reconocidas entonces en El Salvador y amigo de Rosendo, llegó a la redacción minutos después de yo volver al edificio. Omar llevó comida y bebida y nos acompañó durante el resto de la jornada dominical, mientras despachábamos una toma tras otra por el teletipo, prácticamente sin parar.
Una de las llamadas telefónicas que recibimos —no recuerdo ahora si de la jefatura regional de ACAN-EFE en Panamá o de la redacción de Internacionales, en Madrid— refirió que despachos de otras agencias atribuían a uno de los miembros demócrata cristianos del gobierno la información de que era inminente la declaración de ley marcial.
El informe carecía de veracidad y fue evidente — en el recorrido que hicimos nada más entrada la noche por prácticamente toda la ciudad junto con Omar, a bordo del vehículo de Rosendo— que el sentido de autopreservación humana ofrecía el mismo resultado que si se hubiese declarado ley marcial: las calles estaban desiertas.
Foto en el sitio web del Centro Virtual Cervantes
La Plaza Barrios, con miles de feligreses, y el Palacio Nacional

Hasta nuestros días, las interrogantes sobre quién o quiénes fueron responsables por la violencia en ese Domingo de Ramos siguen sin respuesta.
Tanto en nuestros despachos de ese día desde San Salvador como en los de muchos otros corresponsales, habrán leído las acusaciones de dignatarios católicos visitantes en el sentido de que tropas gubernamentales o militantes de la ultraderecha fueron los que atacaron a la multitud.
Hay quienes mantienen que hubo disparos desde el Palacio Nacional, en ese entonces un edificio gubernamental mayormente abandonado al costado poniente de la Plaza Barrios.
Yo no puedo descartar la posibilidad de que haya habido entonces agentes del gobierno o militantes de la derecha infiltrados entre la multitud, con instrucciones de provocar el caos y el desorden que culminaron en desbandada y muerte.
Pero yo estuve ahí desde bien temprano de la mañana y todo lo que puedo hacer es reiterar que en ningún momento vi soldados en las inmediaciones o disparos que proviniesen del Palacio Nacional o siquiera indicios de que alguien estuviese en el interior de las instalaciones.

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