Saturday, March 28, 2015

De profesión periodista

A medida que disminuían gradualmente los gritos y los pedidos de auxilio que se entremezclaban con el llanto y los ruegos, el cuadro de la guerrilla repetía con insistencia, a voz en cuello, sus instrucciones a los todavía despavoridos feligreses en la inmediaciones de la Catedral Metropolitana de San Salvador: “¡Agáchense al suelo! ¡No corran! ¡Agáchense!”
Miles se las habían arreglado, a esa altura, para abandonar el área, en una frenética huída de la amenaza de un agresor invisible. Los menos afortunados quedaron arrollados y pisoteados por la multitudinaria estampida  —muertos, algunos de ellos—, tendidos sobre el pavimento.
Fue entonces que el larguirucho y rubio fotógrafo estadounidense, con algunas de sus cámaras pendulando del cuello o los hombros, se aventuró a la calle.
Captando imágenes: Harry Mattison
Harry Mattison frente a catedral

La visión de Harry Mattison integrado a un grupo de al parecer espontáneos voluntarios para cargar a los heridos a un sitio más seguro, mientras se sumaba al coro de "El pueblo, unido, jamás será vencido!" que iniciaron algunos, fue una de las últimas imágenes que registré mientras buscaba la forma de abandonar el atrio del templo católico.
Era Domingo de Ramos, 30 de marzo de 1980. ¡Bienvenidos a la locura!
En términos prácticos, el conflicto armado que en cuestión de meses a partir del primer trimestre de 1980 devino en una cruenta y despiadada guerra civil prácticamente sin cuartel, había comenzado muchos años antes.
Para mí, uno de los conflictos armados más sangrientos en la historia contemporánea de América Latina había comenzado, en realidad, menos de una semana antes, al crepúsculo de un día casi apacible: el lunes 24 de marzo de 1980.
Como rememoré hace cinco años en uno de mis blogs, al cumplirse 30 años del atentado, fue en la tarde de ese lunes que monseñor Óscar Arnulfo Romero y Galdámez, arzobispo de San Salvador, fue asesinado.
El prelado oficiaba una misa en la capilla del hospital para enfermos de cáncer La Divina Providencia, cuando fue abatido por el certero disparo de un francotirador.
Carátula del libro de Antonio Coll Gilabert
Pluma en ristre
En Monsignor and Me, el artículo publicado casi un año antes del trigésimo aniversario y que habrán leído en estas Hablanzas y Malhablanzas como parte de una serie titulada Cuando mataron a monseñor, he sintetizado los eventos del 24 de marzo de 1980 y entrevistas y contactos con el “Padre Romero” desde mis años de adolescencia en San Miguel, este de El Salvador.
El título de esta serie de entregas, “De profesión periodista”, lo he tomado del libro que el colega periodista español, Antonio Coll Gilabert, publicó en España allá en torno a 1983, unos tres años después de los sangrientos sucesos del Domingo de Ramos en la capital salvadoreña.
Supe del trabajo de Coll Gilabert unos cuantos meses después de la publicación, pero no fue sino hasta principios de este siglo que pude contactarlo a través de un amigo mutuo, Ramón Pedrós Martí, el periodista catalán que a mi llegada a Washington en 1981 era el delegado de EFE en la capital estadounidense. A Pedrós —poeta, además de periodista—, más que amigo y colega lo considero hermano.
La obra de Coll Gilabert gira en torno a las experiencias de periodistas españoles —o, en mi caso, de medios españoles— en conflictos armados. La sección en la cual figura mi relato de lo acontecido en los funerales comienza en la página 69 con el recuerdo de una pifia que cometimos en la corresponsalía. Lean abajo, en la fotostática, de qué va el asunto:

Coll Gilabert resuelve el tema de la desaparición que nunca fue y dedica entonces toda la página 70 para resumir lo ocurrido meses antes:

Concluye luego el relato en la página 71 con una frase sacada, sin lugar a dudas, de uno de los primeros despachos que transmití nada más logré llegar a las oficinas de ACAN-EFE a menos de un kilómetro al noroeste del tumulto en la catedral.

La “unidad de socorro” a la que se refiere Coll Gilabert era un camión liviano de la Cruz Verde al que me aproximé cuando cargaba a heridos en la esquina del Teatro Nacional. El socorrista a quien pedí “jalón” queda en el anonimato. No recuerdo si pregunté su nombre o, de haberlo hecho, si lo incluí en algún momento en mis despachos.
De lo que puede estar seguro el anónimo samaritano es que traté de hacer justo lo que pidió: decirle a todos lo sucedido ante la catedral.

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