A pesar de todo el contento y la alegría que mi padre significó siempre para mí, para nosotros, su familia, y teniendo en cuenta que muy raramente cabía esperar de él expresiones emotivas, no deja siempre de parecerme irónico que mis recuerdos más vívidos de él se remontan a unos cuantos episodios cargados de emoción y, en ocasiones, de lágrimas.
Y más de alguno probablemente se preguntará por qué. El caso, verán, es que mi padre distaba mucho de ser una persona sofisticada, era más bien alguien a quien uno debería esforzarse para catalogarlo como complicado.Payito y yo [1958] |
Con todos los seres humanos, naturalmente, hay cosas que no dejan de invitarlo a uno a hacer conjeturas, a preguntarse por qué alguien hace o dice esto o lo otro. En ese sentido, Payito no era ninguna excepción.
Lo que quiero decir con eso de que no era nada de sofisticado es que, como aprendí con el paso de los años a través de las narraciones anecdóticas de sus hermanos y parientes, y de sus amigos, a lo largo de su vida mi padre fue, básicamente, alguien que no cambió su manera de ser. Un hombre cuya tranquilidad correspondía a su fuerza, en quien las emociones no afloraban con facilidad. Mi héroe es mi padre, respondí en una oportunidad al maestro que inquiría de mí y de otros asistentes a una clase, quién era la persona que más admirábamos.
En un aula casi atestada mayormente por estudiantes recién salidos de secundaria, muchos de ellos cuyos padres eran médicos, abogados y adinerados terratenientes, tanto el que yo podía decir eso como el que ninguno de los demás lo hizo, y sabedor también de que conforme a sus estándares lo más probable es que lo considerarían nada más un personaje común, me llenó de orgullo a reventar, aun cuando Payito no estuviese ahí para escucharme decirlo. Él, sin embargo, lo sabía.
Mi primer vívido recuerdo de Payito data de en torno a mis años de infancia, cuando probablemente no había cumplido siquiera 3 años. No piensen que exagero al decir que todavía recuerdo la fuerza de mi llanto cuando vi esa mañana a mi padre salir junto a mis tíos para emprender alguna especie de mandado que lo alejaría de mí por quién sabe cuánto tiempo.
Déjate de historias, podrá decir alguno, ¡todos los mocosos lloran cuando ven que su padre o su madre se va! Muy cierto. La diferencia, en mi caso, es que ya para esa edad yo había comenzado a reconocer que mi padre era la primera persona a quien yo amaba, de manera consciente. En oposición a, por ejemplo, la manera en que amaba a mi madre, de ninguna manera menos pero más bien en el sentido de que uno sabe que hay que amarla. Después de todo, es mamá, ¿me explico?
Un recuerdo infantil todavía más vívido de Payito distaba apenas unos cuantos años en el futuro.
Estábamos Payito y yo, en esa ocasión, viendo hacia el interior del salón mientras la marimba tocaba en esa fresca noche de octubre.
Según su costumbre, se había quedado en casa, en lugar de ir a la fiesta. Fue solo unas horas después, cuando ya la oscuridad había tendido su manto, que me dijo, casi más bien como si se le hubiese ocurrido en el mismo instante de decirlo, “¡Vamos a ver el baile!”, y me llevó consigo.
Esa noche yo era todavía muy pequeño para entender los motivos por los cuales Payito rehusaba asistir a cualquier tipo de fiestas o reuniones —salvo, y ocasionalmente, las de tipo familiar—.
Casi seis décadas después de haber estado ahí, con él aupándome para que yo, colgado a medias del alféizar, pudiese también ver a quienes bailaban, mis recuerdos giran mayormente en torno a cuán afortunado me sentía de que Payito me estuviese tratando como alguien ya mayor, porque ahora sí podía decir [no de verdad, pero casi] que había ido al baile del pueblo.
Más me deleitaba entonces percatarme de que ninguno de mis otros amigos de escuela estaba ahí.
En realidad no era que él tuviese nada en contra de socializar y era tan adepto como cualquier otro en formar un corrillo para discutir las últimas novedades y hablar de nada. Pero el entorno debía ser el adecuado.
De pequeños [y esto es algo que habrán leído aquí o en esta versión], tanto yo como mis hermanos nos descosíamos prácticamente de la risa cuando lo escuchábamos decir sus chistes.
Echo la vista atrás y me doy cuenta de que no era tanto desternillarnos por lo que decía, sino más bien por cómo lo decía.
Óptima entre todas sus improvisadas actuaciones era la narración onomatopéyica de los infortunios del pobre felino este que cayó dentro de un pozo. A pesar de que tanto la gallina como el pato instaban frenéticamente a prestarle ayuda, la futilidad fue la única respuesta a los desesperados maullidos, especialmente luego de que el cabro respondiese, “¡Veeeeeerga! [Créanme cuando digo que la fábula, si se quiere llamarla así, es mucho más procaz y divertida —dependiendo, naturalmente, de quien haga el recuento— si se dice en el lenguaje coloquial.]
Años después, ya un adolescente, me enteré del porqué su rechazo a fiestas y convivios: en algún momento durante su juventud —nunca supe si fue en los años en que militó en la Guardia Nacional o en la época esa en que marchó a Panamá en busca de trabajo, la emigración en sí toda una hazaña en la Centroamérica de la década de 1930— había “aprendido” a beber. Entrecomillado porque, como todos sabemos, eso es algo que jamás se aprende. En su caso, fue a beber hasta el olvido. Durante meses, años en ocasiones, Payito no probaba siquiera una gota de alcohol. Pero un día cualquiera, sin que se supiera el motivo, sucumbiría. Abstenerse de asistir a festejos era evitar la tentación.
Este hombre maravillosamente gregario y feliz seguía aún ahí cuando el demonio del alcoholismo lo asediaba. Uno sabía que estaba ahí todavía.
Aún entonces, no obstante mi falta de comprensión del porqué Payito hacía eso, yo sabía que su dolencia era solo un reflejo de sus pesares, sin importar cuáles fueran. No sé muy bien cómo podría resumir ese entendimiento pero aquí está: en esa pena se reflejaba un hombre con sentimientos, no simplemente uno agobiado por una adicción.
Esa noche en el baile —y no recuerdo que pasase en ninguna otra ocasión— me sorprendió oír a Payito cuando pidió al director de la marimba [también el barbero del pueblo y padre de uno de mis condiscípulos y amigo de infancia] que interpretasen esta ranchera mexicana en la que se habla de un amor perdido largos años ha. Jamás pude decir si era, en efecto, que echaba de menos a alguna mujer o que simplemente esa era una canción que le gustaba. Su emoción en ese momento era tan intensa y vívida que pensé, siempre, que interrogarlo habría sido entremeterme.
Con su hermano, Roberto |
No fue sino hasta muchos años después, quizá en torno a 15 o 20 años después de esa noche, cuando confesé a mi madre cuán difícil me era “sacarla [a quien luego fue madre de mis hijas] de mi mente” [las cosas han cambiado desde entonces y con el tiempo aprende uno a desechar memorias] que yo pude por fin entender por qué entonces, a tan corta edad, fui capaz de medir la intensidad de su emoción.
Corría para entonces la mitad de la década de 1970 y por primera vez en mi vida había yo visto llorar a mi padre. Fue en el cementerio del pueblo en donde estaban por sepultar a tío Roberto. Me había encaramado a uno de los muros para captar imágenes de los familiares y amigos que se habían congregado para el funeral.
En busca de una panorámica vi entonces a través del lente y lejos de la multitud a este hombre, encorvado y apoyándose en uno de los mausoleos, presa de un dolor inmenso, sollozando incontrolablemente pero tratando, a la vez, de contener su pena.
No tan físicamente cerca como estuvimos años atrás en una ocasión más festiva, Payito y yo estábamos, de nuevo, compartiendo un vínculo emotivo: viéndolo todo desde el exterior.
Como seres humanos no somos, en manera alguno, extraños a las lágrimas. Hay una especie de llanto que siempre quedará con nosotros. Cuando uno ve —o escucha— ese tipo de llanto no hay forma alguna en que no le impresione. Les cuento, por ejemplo, el caso de este amigo a quien yo jamás vi llorar, pero que me dio a su vez una de las respuestas más sinceras sobre el tema. Sosteníamos esta conversación en esos meses en los que “Pelotón” (Platoon) era el éxito taquillero de la temporada. Veterano de la guerra de Viet Nam, mi amigo no la había visto —y lo más probable es que jamás la vio—.
“Detesto las películas de guerra”, respondió a mis preguntas de qué pensaba de la cinta. “Las películas de guerra me hacen llorar”.
Esto dicho por un hombre cuyas muchas medallas por valor y coraje y cualquier otro tipo de hazaña militar que uno pueda pensar estaban orgullosamente desplegadas, por su esposa, en su sala de estar.
Es en otro nivel y por motivos distintos que yo aprecié ese momento en que vi llorar a mi padre. Payito era un hombre con una debilidad pero no era en modo alguno un hombre débil y entonces, en el cementerio, así fuese de manera involuntaria, me demostró que ser sensible no mengua ni por asomo nuestra fuerza ni lo disminuye a uno en nada.
Esa es una lección, naturalmente, que se aprende siempre y cuando se tenga la actitud mental adecuada. Cuando no anda uno en búsqueda de psicoanalizar a medio mundo. Y, más claramente, cuando no se es un cabrón manipulador.
Me parece que uno de los motivos por los cuales los hombres evitamos llorar —o admitimos, siquiera, que podemos haber llorado en ocasiones— es porque estamos conscientes del peligro de que habrá quienes traten de explotar ese tipo de información. Créanme si les digo que son frecuentes los casos en los cuales ese cierto personaje interesado en saber qué lo motiva a uno no lo hace con la intención de extenderle ninguna congratulación.
Tengan ustedes por seguro que si uno se aventurara a decir que le gustaría tener el respeto de sus semejantes —no necesariamente porque haya tratado de plasmar ese deseo de respeto como la característica definitiva de su personalidad, sino más bien como un, “qué tiene de malo tener un poco de Rodney Dangerfield”— habrá de guardarse mucho del gañán ese que luego lo saludará a uno [o instará a otros a que lo hagan], cada puta y jodida vez, con un, “¡Mis respetos, mi hermano!” o frase parecida.
A estas alturas es probablemente muy tarde para aprovechar esa lección, pero al final llegué a entender por qué mi padre ocultaba esa faceta emocional suya. Y también por qué, aparte de Mayita, puede que yo fuese uno de los pocos que lo vio llorar.
Ninguno de nosotros tenía interés alguno en manipularlo, en aprovecharse de su sensibilidad, como tampoco pensábamos, ni Mayita ni yo, que él fuese menos por su debilidad, esas ocasionales y preocupantes caídas en el estupor alcohólico.
Mi padre era mi héroe, pero no porque tuviese medallas o porque fuese en manera alguna omnipotente y lo supiese todo. Su debilidad no disminuía para mí, en nada, su condición de hombre. De hecho, sucumbía a esa debilidad porque era un hombre, un ser humano. Era una falla suya, pero en manera alguna era él un fracaso. Lo demostraba una y otra vez, confrontando la falla que lo hacía caer, pero sin permitir que lo subyugase, levantándose después de cada caída.
Payito y yo [1983] |
Hay ciertas cosas, ciertos aspectos, en los cuales anhelaría tener su fuerza. No obstante toda la satisfacción que estoy seguro le causaba verme a mí, vernos a sus hijos, triunfar o hacer las cosas bien, puede haberse desalentado o decepcionado cuando fallábamos. No por disgusto, me atrevo a decir, sino porque él sabía que éramos capaces de hacerlo mejor.
Básicamente, nos enseñó a comportarnos como nosotros mismos. Y probablemente es así como deban ser las cosas, pienso. Uno empieza a compararse con los demás y habrá, inevitablemente, diferencias.
Permítanme ilustrar el caso.
Era frugal, mi padre, en contraposición a mi relativa prodigalidad.
Y mientras cualquier tarea manual deja en claro mi incapacidad para acometerla, lo mismo sea en labores caseras o reparaciones de mecánica automotriz, su destreza era admirable. De hecho, era ambidiestro.
¿Cuán adepto era Payito al uso de cualquiera de sus manos? Si estaba trabajando en un motor y utilizaba su mano derecha para desenroscar una renuente bujía en el lado del conductor, así como quien no quiere la cosa, de manera casi imperceptible y casi sin tener que alterar su postura, cambiaba la llave hacia su mano izquierda para emprender el desenroscado de la bujía en el lado del pasajero.
Era una destreza que le fue impuesta.
Zurdo de nacimiento, aprendió a utilizar la derecha en la escuelita privada en la que había sido educado de chico.
Digo aprendió, pero bien pueden leer fue atormentado para que utilizara la mano derecha. El propietario-director-único-maestro de la escuelita lo sentó en un pupitre, le ató el brazo izquierdo al costado y le dio un lápiz. Cruel, aún para los estándares de finales de la década de 1920, que es cuando todo esto sucedió. Cada vez que contaba la historia lo decía como si fuese algo normal.
Para cuando terminó su escolaridad había prácticamente cesado de usar la mano izquierda. Su caligrafía [porque sí, eso debía aprenderse cuando él era pequeño] era prácticamente impecable y a menos que uno supiese la historia nada en la manera de cómo él hacía las cosas delataría el hecho de que no había nacido siendo diestro.
Ninguno de nosotros, sus tres hijos, heredó el gen zurdo, aunque sí fue ese el caso con cada una de mis tres hijas. Eso le contentaba sobremanera. Es menos jactancioso de lo que parece. La verdad es que el simple hecho de que nuestros hijos fueran sus nietos le bastaba. En esas ocasiones no tan frecuentes en las que el teléfono nos acercaría de nuevo a distancia, nada le importaba más que saber cómo andaban las cosas con cada uno de nuestros hijos. “¿Cómo está Currumina?”, inquiría de la más pequeña de mis tres. “¿Sigue tomando clases de danza?”
Tanto la distancia, por un lado, como mis propios desaciertos, conspiraron y, al final, hubo de parte de mis hijas menos reciprocidad de la que yo hubiese deseado.
Al emigrar, protegí a mis hijas de los peligros de un conflicto armado. En el proceso, sin que en verdad importe cuánto se esfuerce uno en mantener los nexos, la familia de la cual uno se nutrió deviene en extraños para aquellos de los que uno cuida.
No tomen eso como recriminación ni como agravio ni, tampoco, como una queja. Es simplemente la manera como transcurre la vida. Al final de cuentas no es algo por lo cual uno deba castigarse, por cuanto la ausencia de familiaridad aniquila el cariño.
En todo caso, de haber recriminaciones tendría yo que hacérmelas a mí mismo. Medidas, decisiones que en algún momento yo consideré prudentes, pragmáticas o convenientes resultaron, en algunos casos, equivocadas.
A Payito lo vi por última vez en febrero de 1998, unas cuantas semanas de solo la segunda vez en que lo vi llorar, en el hospital donde se recuperaba de una operación por cáncer prostático.
No que fuesen esas dos las únicas veces en que lloró. Años antes, a solo unas cuantas semanas de que las amenazas contra mi seguridad personal se concretaran en un atentado que puso en peligro la vida de la segunda de mis hijas, él me había llevado al aeropuerto. Los ojos se le llenaron de lágrimas, me diría después mi madre, cuando regresaban ambos a casa luego de mi partida.
Y fue así que en abril de 2004, cuando el cáncer terminó al fin con su vida, que yo estuve ausente. Jamás pude reconfortarle ni decirle adiós, en persona. Mi recuerdo duradero de él únicamente la voz desencarnada y trémula, como la mía, durante nuestra última conversación telefónica.
Y es así entonces como lo recuerdo, a él y sus emociones. Y es así también que lloro. No porque haya muerto. Lloro. Porque lo extraño.
Zoila EdeM
ReplyDelete09/14/2014 - 2240 EDT
Mauro, excelentes remebranzas, que reflejan todo el amor y recuerdo para tu querido padre, el verdadero amor nunca muere.