Saturday, March 30, 2013

El cachetón del puro

Las onomatopeyas eran, de por sí, hilarantes.
Pero transcurrido ya más de medio siglo desde que tanto yo como mis dos hermanos menores nos descosíamos de la risa al verlo, no nos cabe ninguna duda de que era la mímica de Payito lo que más nos deleitaba.
Como ya he dicho antes por ahí, en otra entrega y, también, en otro idioma [este último enlace les lleva a la primera de cuatro entregas sobre mi padre en mi otro blog], Payito era un hombre sencillo, llano y por lo general, diría yo, dado a la introspección.
Un mofletudo más famoso

Bien podría deberse a que desde temprana edad, sus años mozos, asumió la condición de jefe de la familia.
No es que careciera de humor. Tanto con sus hermanos paternos como con amigos de infancia y adolescencia, al igual que con sus compañeros de trabajo, gozaba a mares con chistes y anécdotas.
Sin ser adusto, eran contadas las veces en que Payito se distendía simplemente porque sí. De manera que en esas inusitadas y raras ocasiones en las que, de chicos, podíamos disfrutarlo cuando finalmente accedía a nuestro pedido y arrancaba a gesticular con las peripecias del desafortunado minino que había caído en el pozo, éramos todos una audiencia cautiva, así el relato no tuviese nada de nuevo.
Como todo chascarrillo, el relacionado con el gato de marras no tenía [ni tiene aún] sentido alguno.
Era —sigue siendo—, para todos los efectos, una historia inventada, cuyo único fin es hacer reír.
La frase esa con que Payito remataba el cuento tenía y tiene mucho de vulgar, lo que explica [dada nuestra corta edad entonces] su renuencia a emprender el relato.
La desaprobadora mirada de Mayita, supongo, también justificaba su más bien guardada disposición.
Todo esto que aquí relato sucedía allá a mediados de la década de 1950, cuando Payito rondaba la mitad de su tercera década de vida.
Era alto para su generación [en torno a los 1.80 metros], de manera que háganse ustedes la imagen de un flaco —magro de carnes, pero relativamente musculoso, quizá sería mejor decir— treintañero todavía en el pantalón y camisa kakis del trabajo que se apodera de un imaginario proscenio, carraspea para aclarar la voz y comienza:
—Es que el gato este, por ir persiguiendo a un perico que como tenía las alas recortadas no podía volar, no se fijó y saltó el brocal del pozo y se fue para abajo y cayó en el agua y desde abajo imploraba: ¡Miahoooogo! ¡Miahoooogo! ¡Miahooooogo!
Alertados por el escándalo provocado por el imprevisto clavado gatuno, los demás animales de la granja se congregan en derredor del brocal.
—¡Pero por bruto, bruto! ¡Pero por bruto, bruto! —cloqueaba la gallina mientras increpaba el nada astuto comportamiento del felino [y aquí, de nuevo, imagínense a un adulto imitando el ir y venir de una gallina justo después de poner].
Ese va y ven corría pareja, mientras tanto, con el del pato [¿saben, acaso, como discurrir de un extremo a otro de una habitación, semiagachado y moviendo entre tanto las posaderas de la misma forma que lo hace un palmípedo? Bueno. Eso], que casi en un surruro instaba: —¡Sáquenlo, sáquenlo, sáquenlo! ¡Sáquenlo, sáquenlo, sáquenlo!
Hay contextos en los cuales el vocablo verga carece del contenido sexual con el que primordialmente suele utilizarse en mi país nativo. Uno de ellos es precisamente el utilizado en la frase esta clave con que termina el chiste.
Vuelvo, pues, al relato.
Por unanimidad, todos los animales de la granja deciden que sólo hay uno entre ellos capaz de rescatar al gato, dada la habilidad del cabro para descender o trepar por escabrosos riscos montañosos.
¿Qué dijo el cabro, qué dijo el cabro?, preguntábamos, sabedores, al ya para entonces agotado narrador, que manos en las rodillas e inclinado como si estuviera viendo hacia el fondo de un pozo, volvía entonces el rostro hacia un lado:
—“¡Veeeeeeeeerga!”, dijo el cabro.
Al igual que en el chiste sobre los infortunios del malhadado felino, tampoco había nada de nuevo con su otro relato, el del cachetón del puro. Por definición, el término alude estrictamente a un cigarro, que como puede verse es un vocablo de origen maya. El puro del relato —que es sumamente procaz, escatológico— es uno de prodigioso tamaño.
En síntesis, habla de este pasajero en uno de esos trenes de antaño a punto de ingresar en un estrecho túnel. Apremiado por un súbito malestar intestinal y con nada de tiempo para llegar al baño del vagón, el viajero no tiene más remedio que bajarse el pantalón y sacar los mofletes posteriores por la ventana, para evacuar en busca de alivio.
Justo entonces, el conductor del tren vuelve la vista hacia atrás y percatándose del peligro, le amonesta: —¡Ese cachetón del puro, a ver si mete la cabeza!
No apto para menores y nada edificante, dirá más de alguno.
Puede que sí.
Solo que, sin ánimo de establecer parangón alguno, escatológico es también a veces el humor de los clásicos, como en lo que algunos llaman la aventura de los batanes en este capítulo del Quijote.


Digo que oyeron que daban unos golpes a compás, con un cierto crujir de hierros y cadenas, que, acompañados del furioso estruendo del agua, que pusieran pavor a cualquier otro corazón que no fuera el de don Quijote.
Era la noche, como se ha dicho, escura, y ellos acertaron a entrar entre unos árboles altos, cuyas hojas, movidas del blando viento, hacían un temeroso y manso ruido, de manera que la soledad, el sitio, la escuridad, el ruido del agua con el susurro de las hojas, todo causaba horror y espanto, y más cuando vieron que ni los golpes cesaban ni el viento dormía ni la mañana llegaba, añadiéndose a todo esto el ignorar el lugar donde se hallaban.

Sancho se las ingenia para atar con maña a Rocinante y frustrar, así, las intenciones del Ingenioso Hidalgo de dejarle solo enmedio del bosque a fin de emprender una nueva aventura. Prosigue el autor:

En esto, parece ser o que el frío de la mañana que ya venía, o que Sancho hubiese cenado algunas cosas lenitivas, o que fuese cosa natural —que es lo que más se debe creer—, a él le vino en voluntad y deseo de hacer lo que otro no pudiera hacer por él; mas era tanto el miedo que había entrado en su corazón, que no osaba apartarse un negro de uña de su amo. Pues pensar de no hacer lo que tenía gana tampoco era posible; y, así, lo que hizo, por bien de paz, fue soltar la mano derecha, que tenía asida al arzón trasero, con la cual bonitamente y sin rumor alguno se soltó la lazada corrediza con que los calzones se sostenían sin ayuda de otra alguna, y, en quitándosela, dieron luego abajo y se le quedaron como grillos; tras esto, alzó la camisa lo mejor que pudo y echó al aire entrambas posaderas, que no eran muy pequeñas. Hecho esto, que él pensó que era lo más que tenía que hacer para salir de aquel terrible aprieto y angustia, le sobrevino otra mayor, que fue que le pareció que no podía mudarse sin hacer estrépito y ruido, y comenzó a apretar los dientes y a encoger los hombros, recogiendo en sí el aliento todo cuanto podía; pero, con todas estas diligencias, fue tan desdichado que al cabo al cabo vino a hacer un poco de ruido, bien diferente de aquel que a él le ponía tanto miedo. Oyólo don Quijote y dijo:
—¿Qué rumor es ese, Sancho?
—No sé, señor —respondió él—. Alguna cosa nueva debe de ser, que las aventuras y desventuras nunca comienzan por poco.
Tornó otra vez a probar ventura, y sucedióle tan bien, que sin más ruido ni alboroto que el pasado se halló libre de la carga que tanta pesadumbre le había dado. Mas como don Quijote tenía el sentido del olfato tan vivo como el de los oídos y Sancho estaba tan junto y cosido con él, que casi por línea recta subían los vapores hacia arriba, no se pudo escusar de que algunos no llegasen a sus narices; y apenas hubieron llegado, cuando él fue al socorro, apretándolas entre los dos dedos, y con tono algo gangoso dijo:
—Paréceme, Sancho, que tienes mucho miedo.
—Sí tengo —respondió Sancho—, mas ¿en qué lo echa de ver vuestra merced ahora más que nunca?
—En que ahora más que nunca hueles, y no a ámbar —respondió don Quijote.
Como para descoserse de la risa, ¿no les parece?

2 comments: