Friday, February 19, 2021

Au revoir, mon enfance

Como cabe esperar, en un sentido estrictamente cronológico mi infancia terminó hace ya décadas. Pero como verán luego, tengo un motivo para titular así estas remiscencias.   
Quienes saben de cine reconocerán de inmediato de dónde viene el título de esta entrega, aunque confío en que a todo el mundo le quedará claro que no hay tragedia alguna implícita en mi relato: es mayormente gozo y celebración de la vida, aun cuando sea el fin de la vida misma —en pocas palabras, la muerte de seres queridos— lo que trae estas remembranzas al proscenio.
El templo de mi infancia
El templo de mi infancia
 Ciertamente habré de ampliar luego el sentido de esa frase explicativa si bien, en un sentido más que amplio, comprender qué es la muerte no supone, necesariamente, que alguien deba morir.   
Para cuando yo nací, mis abuelos paterno y materno habían cesado de existir.   
Cuándo y por qué y cómo el abuelo Eduardo o el papá Lucio fallecieron no viene al caso.   
El hecho es que no conocí a ninguno de los dos.   
Y, no obstante, sí lo hice.   
Mis precoces memorias visuales de cada uno de mis abuelos están confinadas al retrato en blanco y negro colgando en una de las paredes de la casa de una tía materna o imágenes, similares, fijas en las pesadas páginas del álbum fotográfico de uno de mis tíos paternos.   
Que el hijo mayor de mi abuelo paterno —nacido fuera del matrimonio, como fue también el caso de mi padre— se asemejara tanto al patriarca, a juzgar por esa foto compartida a través de los años, hacía aún más fácil ese “conocer” de mi abuelo Eduardo.   
En ambos casos (ignoro si la explicación quedará clara) para mí el término muerte no significaba el fin de una existencia: era más bien una presencia intangible en nuestras vidas, tanto la mía como las de mis hermanos y primos.   
Presentes y, a la vez, ausentes. Presencia en pensamiento y en acciones por los relatos de mis progenitores, sus descendientes; ausencia en carne y hueso. Al mismo tiempo ahí, donde sea que ahí se encuentre, y aquí, junto a nosotros pero no precisamente al lado nuestro.   
Ese aterrorizante y desgarrador entendimiento que todos, en algún momento de nuestras vidas, llegamos a asociar con el término muerte, me golpeó cuando yo andaba en torno a los ocho años, en dos ocasiones distintas.   
Si bien soy incapaz de precisar cuál de las dos precedió a la otra cada una me impactó sobremanera, aun cuando solo una tenía la inmediatez necesaria para darle un tinte, si se quiere, personal.   
Fue simple curiosidad carente de morbidez la que un mediodía me hizo acercarme al gentío aglomerado en el portal de la alcaldía municipal, donde los parientes de las víctimas del incendio que consumió su rancho de paja, a poca distancia del límite urbano del poblado, lloraban inconsolablemente, con sus lamentos tan abrasadores como el olor de carne humana carbonizada que permeaba la escena.   
Así fue como el término muerte, arropado en tragedia, adquirió para mí un sentido real.   
Yo estaba entonces en tercer grado de primaria y fue el deceso de la madre de uno de mis condiscípulos el que aportó un entendimiento más profundo de cuán devastadora puede ser, para un ser humano, la muerte.   
Aún a esa temprana edad, mi condiscípulo era (sigue siendo) muy inteligente y su caligrafía nada tenía que envidiar a la de ninguna otra persona. Porque vivíamos en un lugar con quizá unos mil habitantes en el área urbana, había un vigoroso sentido de comunidad entre los residentes.   
Era, así, más que simple formalidad para los condiscípulos de mi amigo acompañarlo al funeral y recuerdo bien la manera estoica en que, siendo el mayor de los hijos, contenía vigorosamente su pesar para impedir que doblegase la fuerza que necesitaba demostrar a los menores.   
Este preámbulo más bien extenso que incluye el abrupto ingreso de mi condiscípulo en una relativa adultez y el todavía traumático recuerdo de los desconocidos que perecieron en una devastadora conflagración se relaciona, aunque de modo un tanto marginal, con el hecho de que en mi caso, la muerte —lenta y gradualmente, de manera constante, inmutable y, también, inevitable— ha erosionado mi infancia … no con el vigor capaz de relegarla al olvido pero sí con la capacidad de dañarla lo suficiente como para decir, al igual que en el título, Au revoir, mon enfance.   
Arriba verán la foto del templo Bautista en el terruño de mi padre al cual yo, mis dos hermanos menores y todos sus parientes paternos, y sus familias, asistimos en nuestra infancia. Hablo de la década de 1950 y parte de la de 1960.   
La tomé de la publicación en facebook que hizo uno de los descendientes del pastor que por entonces guiaba la congregación. Fue a principios de la década de 1990 en que me reuní por última vez con el pastor y su esposa y vínculos familiares —uno de mis primos desposó a una de sus hijas— me permitieron, en cierto modo, mantenerme en contacto.   
Tanto don Venancio como su esposa, al igual que la esposa de mi primo, fallecieron hace algún tiempo.  Hasta donde yo sé, la foto data de por ahí en torno a principios de los años 80 y actualmente hay una nueva estructura en el lugar, por cuanto la de la imagen sufrió daños irreparables en uno de los terremotos más destructivos que asoló el territorio a fines del siglo pasado.   
Mi punto es el siguiente: el edificio de la foto no existe más y uno nuevo, quizá mejor y más seguro y sólido, lo ha reemplazado.   
Pero en mi mente, la araucaria justo a la derecha del portón de hierro se alza todavía majestuosa hacia el firmamento. Y acogidos a su sombra tanto yo como mis primos, manos posadas sobre el muro, esperamos ansiosos el ingreso de otros miembros para asistir al culto dominical.   
En 2009, cuando inicié mi blog Cómo decíamos ayer, una de las primeras entregas hacía remembranzas de mi padre.   
Unos cuantos meses antes de la primera entrega de la serie titulada Father’s Day —que sinteticé luego en Hablanzas como Día del Padre, habían pasado cinco años desde su deceso.   
Fue por allá a mediados de los 70 que comenzó ese lento desgranar de mi infancia. Me parece que la muerte de tío Roberto fue la primera de uno de los hermanos paternos de mi padre —es bien probable que él fuese el segundo en fallecer, precedido si la memoria no me falla por el deceso del mayor de todos, tío Paco— en impactarme de lleno, tanto por el recuerdo de ver a mi padre acongojado en el funeral como por las memorias de los momentos que compartí con ambos.   
Pasaron quizá unos 20 años antes del deceso de tío Armando y hubo, en el ínterin, otras muertes en la familia que contribuyeron, de nuevo, a la erosión gradual del grupo familiar, tanto en el lado paterno como materno.   
En épocas diferentes y no necesariamente en orden correlativo, murieron mis dos abuelas, tíos y tías y primos tanto por parte de padre como de madre —Marina, Atilio, Napoleón, Andrés Atilio—, al igual que otros.     
Como bien debe ser el caso —el tiempo transcurre inexorable y mientras más se vive más próximos estamos a morir— las muertes han aumentado de manera considerable durante los últimos ocho años. 
La muerte de mi hermana materna en noviembre de 2012 fue seguida por la del mayor de mis hermanos maternos, Alfredo, en el curso de los últimos dos años.   
En poco más de 18 meses más de los parientes que nutrieron mi infancia, adolescencia y años de adulto joven, mi vida entera, de hecho, han partido también con rumbo al Creador.   
Uno de ellos, mi tío Eduardo (homónimo de mi abuelo paterno) era un personaje desenfadado, siempre con la sonrisa a flor de labios y una broma o un relato divertido que compartir conmigo, con todos.   
El más joven de los hermanos paternos de mi padre, Noé, ha sido el último de los varones en partir y son pocos los momentos en que mi corazón no se acongoja y pesa en demasía ante mi incapacidad de mantenerme en contacto.   
Por motivos que no vienen al caso en esta historia, ninguno de mis hermanos por parte solo de madre crecieron conmigo y mis dos hermanos menores, por lo cual el reciente fallecimiento de una de mis primas (gemela de la otra a quien adoro sobremanera), con quienes crecí y compartí vivencias a lo largo del tiempo, me ha impactado tanto como si hubiese perdido de nuevo a una hermana.   
Osada e intrépida cuando chica —tenía en su frente la cicatriz de un pesado proyectil que una vez lanzó hacia un árbol de mango, sin percatarse de que rebotaba en dirección suya—, fue dedicada sierva del Señor y tuvo a su cargo el panegírico de mi madre en su funeral.   
La más reciente en esta extensa enumeración es la esposa de tío Armando, Carmen, a quien todos queríamos, queremos, como nuestra propia madre.   
Algo que confío no encontrarán al leer esta larga y, en cierto modo, abreviada lista, es tristeza.   
Se debe al legado que nos dejaron: la creencia en un Dios creador y el convencimiento de que la promesa de la vida eterna nos espera.   
La gracia, ciertamente, tiene origen divino, pero tener familia que nos lo recuerde seguramente ayuda a mantenernos firmes.   
Así, pues, a mis hermanos, mis primos, sus familias, aquí les va este mensaje final: Au revoir, mon enfance. Not adieu. Este es un, Hasta pronto, mi infancia. No un adiós.   
Porque nadie puede borrar las memorias, nuestra infancia, y quienes la nutrieron, sobreviven.

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