Tuesday, February 10, 2015

Por siempre febrero

Febrero siempre me ha tratado bien.
No que yo sea precisamente aficionado a esas declaraciones tajantes, absolutistas, pero ahí la tienen, para lo que sea: tratándose de meses, los febreros siempre me han tratado bien.
A ver si me explico.
Mi madre, cuya foto que acompaña esta entrega data de por ahí en torno a la época en que yo ya había nacido, cumplía años en febrero —bien podría argumentarse que es debatible el crédito que yo puedo arrogarme por esa circunstancia, como para decir que febrero es un mes que me hace bien, pero sigan leyendo.
Mayita, en torno a mediados de siglo
Nació en febrero

Febrero es también el mes en que nació la más pequeña de mis hijas [de paso, también tres nietas, según han transcurrido los años desde la época en que publiqué esto por primera vez con el título de Forever February en mi otro blog].
De manera quizá fortuita, porque al cabo no anda uno buscando ritmo para definir esas cosas, mi más pequeña nació un día antes de que se cumpliesen los ocho años de que yo viera por primera vez los que hasta entonces habían sido los ojos más fulgurantes y preciosos que alguna vez me vieron con amor, los de su madre.
Febrero es también cuando se dio el atentado — presunto, dirán algunos al leer esto, pero ataque armado en todo caso.
Siempre he pensado en febrero como el mes en que la segunda de mis tres hijas, en un sentido no religioso, nació de nuevo. Tenía ella escasamente poco más de siete meses de vida cuando los dos pistoleros llegaron a la casa.
Uno de ellos arrebató a la bebé de los brazos de la niñera y, al tiempo que daba un empellón a la adolescente para tirarla al piso, dio un patadón a la puerta del frente para abrirla de par en par y —según el relato de la chica tras el ataque—utilizando el menudo cuerpo como un escudo procedió entonces junto con su acompañante a tirotear el interior de la vivienda.
"Papá lloró, después, como si fuera un niño”, diría luego la madre de mis hijas. El ataque, cuya finalidad era, presuntamente, intimidatoria, lo habían llevado a cabo ambos asaltantes al parecer sin percatarse de que se encontraba él dentro, armado con un revólver calibre .38.
Sin tener la más mínima idea de que uno de los pistoleros se escudaba en la bebé, él abrió fuego. Tras enterarse luego de que pudo haber herido a su nieta, antes que a los pistoleros, la posibilidad de un horrendo desenlace le acongojó sobremanera.
Bien podría añadir otros sucesos —como el reciente recuento que leyeron aquí, inicialmente publicado en esta entrega, también ocurrido un febrero— a los motivos por los cuales puedo decir que el mes me ha tratado siempre bien.
Optimista que soy, lo cierto es que probablemente podría decir lo mismo de cualquier otro mes.
Después de todo, no ha sido únicamente en febrero cuando, una vez pasado el incidente, me he quedado con la sensación esa de que la vida sigue únicamente por ese algo no precisamente definible que impidió se dieran cosas que amenazaban con situarme al borde del desastre.
Rebobino a unos cuantos meses antes del tiroteo antes mencionado, al mes de noviembre.
Temprano de la mañana, en uno de esos días en que las noticias parecen lánguidas y renuentes, se nos invita a acompañar a un grupo de amigos en un vuelo hacia Guatemala. La invitación es, en realidad, para el jefe de la corresponsalía, que se dispone a recibir a su hermano al regreso de una visita a los Estados Unidos. Mi colega pregunta si es posible que yo les acompañe. La respuesta es afirmativa.
¿Hora del despegue? “Ya les avisaremos”, le responden, con el entendido de que será en torno a media tarde o, en todo caso, antes de que anochezca.
La época en la que todo esto transcurre antecede a la era de la telefonía celular y aun cuando los teléfonos o radios portátiles —instalados en vehículos, no precisamente móviles per se— ya estaban disponibles, no contamos con ninguno para nuestro uso. Pasa el tiempo y al llegar la hora del almuerzo, mi amigo y yo abordamos su no precisamente vetusto pero tampoco nuevo microbús VW, o kombi.
Los planes son de que me dejará en casa y, tras el almuerzo, volveremos a la oficina para despachar cualquier noticia que haya surgido y, entretanto, esperar por la llamada para ir al aeropuerto.
Llámenlo, si quieren, suerte. El caso es que en lugar de tomar la ruta acostumbrada un imprevisto atasco de tráfico nos desvía hacia el Boulevard de los Héroes, que ya para entonces se había convertido en un área muy frecuentada de almacenes, cafés y restaurantes, muchos de ellos con terrazas.
Justo cuando pasamos frente a Manolo’s, al otro lado de la mediana en la vía de cuatro carriles, le digo a mi colega: “Paremos a tomar un bocadillo”. El semáforo donde debemos hacer la vuelta en U está a unas dos cuadras de distancia. A medida que nos acercamos al semáforo pregunta mi colega: “¿Qué pasa si nos llaman?” Se autorresponde, casi instantáneamente: “No, dijeron a media tarde, así que nada, vamos”.
Paramos, pues, en Manolo’s, y “un bocadillo” se vuelve un moderadamente prolongado almuerzo líquido, con “birras” escarchadas ayudándonos a digerir la variedad de “boquitas” en oferta.
Llegamos, por fin, a casa. Como la de mi amigo está a corta distancia de la mía, decido caminar y nada más abro la puerta, suena el teléfono: “Llamaron. Están por despegar. ¿Qué decís, creés que llegamos?”, me pregunta. “Llamalos, a ver qué dicen”, respondo.
Amanecer en febrero, 2015
Amanecer en febrero, 2015

Llama, naturalmente, pero el contacto es tardío. En más de alguna vez he comentado, en tono jocoso, la manera en que en mi país se responde con frecuencia a la pregunta, “¿Todavía están ahí?”. Invariablemente, la respuesta será: “Acaban de salir, si se apura los alcanza.”
Lo más probable es que ese “acaban de salir” sucedió con el tiempo suficiente como para que las personas a quienes uno trata de ubicar cumplieron ya su objetivo y hayan emprendido ya el camino de regreso.
Esta vez, sin embargo, no hubo retorno.
La aeronave se estrella cuando se había iniciado ya el descenso hacia el aeropuerto de la capital guatemalteca y nuestros amigos, todos nuestros amigos a bordo, perecen.
Dada la experiencia del avezado piloto la conclusión ineludible es que fue solo un trágico accidente. Pero es ineludible también especular en otros posibles motivos, sabotaje quizá. Y de haber sido ese el caso, ¿figurábamos también nosotros, mi amigo y yo, como posibles blancos?
Es una respuesta que, naturalmente, no puedo dar. Pero cualquiera que sea la respuesta, para mí algo ha quedado desde entonces muy en claro: no hay bondad ni amabilidad ni buen trato alguno que atribuir a los meses.
Léase pues mi frase introductoria así: Dios ha sido siempre bueno conmigo en todos los febreros, siempre ha sido bueno, con independencia del mes, el día o el año.
Lo más probable es que no me lo merezca pero igual, ¿quién soy yo para contradecirlo?

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