Sunday, September 1, 2013

Los perdedores de siempre

Una de mis amistades con la que tengo siglos de no cruzar palabra [hasta los segundos parecen siglos cuando el silencio —justificado o no, por cualquiera que sea el motivo— tiende su abismo entre dos personas] me manifestaba, en una cierta ocasión, su desencanto por la manera como la patraña y el engaño permean actualmente el deporte.
¿Prestos a escuchar la voz del amo?
¿Prestos a escuchar la voz del amo?

La mención solo viene a cuento a manera de introducción de esta entrega, de modo que si evito recrear la conversación no es porque carezca de importancia alguna. Y aunque —a diferencia de lo que ahora escribo— el tema de esa conversación no fuese el fútbol, aludo a esa charla anónima porque la evaluación de esta persona, como lo demuestran los sucesos cotidianos, es acertada.
Sin ser en modo alguno iluso —lo he sido más de alguna vez— discrepé entonces de la premisa de que “todo el deporte”, sin distinción de disciplinas específicas o nivel de profesionalización, es una sentina de amaños.
Más pragmático que ingenuo, diría yo, mantuve entonces y mantengo aún mi criterio de que siempre ha habido y habrá quienes compitan deslealmente.
Eso no significa, sigo pensando, que a todos los deportistas, especialmente a los profesionales, deba cubrírseles con la misma frazada de inmundicia. Lo mismo vale tanto para los semi-profesionales como para los atletas olímpicos.
Hay quienes hacen trampa con la intención de ganar.
Tres días después de que yo reportase desde Seúl, Corea del Sur, que el canadiense Ben Johnson había triunfado en los 100 metros planos de la Juegos Olímpicos de 1988 y logrado su hazaña “con 47 poderosas zancadas hacia la meta” —fueron 48, dice la BBC—, el Comité Olímpico Internacional lo despojó del oro tras comprobarse que el triunfo no era de Johnson, sino de los esteroides.
El escándalo fue mundial, pero no fue sorpresa para muchos.
Justo después de que el COI informase de lo sucedido con Johnson, me acerqué al velocista norteamericano Edwin Moses para obtener su reacción: “[El dopaje] es algo que todo el mundo sabe se está dando”, me dijo.
Traigo a cuenta el caso de Johnson y las palabras de Moses porque son experiencia propia, pero igual podrían mencionarse —en esto de quienes hacen trampa con el deseo de ganar— el gol espurio de Diego Maradona en el Mundial de México ’86 [diga usted lo que quiera, celébrelo si le parece, pero ahí no hubo mano divina alguna] o el uso extendido de drogas y fármacos entre peloteros de Grandes Ligas.
En mi país nativo, los amaños no han tenido el triunfo como deshonrosa meta. 
De hecho, no tienen nada que ver con el deporte.
Llámele usted avaricia o desvergüenza, explíquelo como mejor le guste [que los jugadores vienen de hogares pobres —o sea, que ser pobre es sinónimo de ser maleante— o no reciben la paga que se merecen, por ejemplo], pero eso de armar contubernios con mafiosos que controlan las apuestas en el fútbol a nivel internacional es simple y llanamente conducta criminal.
Las noticias están por ahí, en todos los periódicos nacionales y en los despachos de las agencias de prensa internacionales, y son lo bastante fáciles de encontrar como para que ustedes me disculpen por no incluir ningún hiperenlace.
”Jugaron como nunca —perdieron como siempre”, fue la reacción de una de mis sobrinas —ginecóloga ella y, como todo buen salvadoreño, hincha incondicional del equipo que supuestamente debe defender los colores patrios— a una reciente derrota del combinado guanaco también conocido como La Selecta en la llamada Copa de Oro, durante la cual se dieron a conocer las primeras noticias del presunto fraude de muchos de los seleccionados. 
Su comentario me hizo recordar El Fútbol de los Locos, el cuento de nuestro compatriota Álvaro Menen Desleal [el nom de plume que el autor armó con sus dos apellidos legales, Menéndez Leal], quien durante su vida tampoco fue ni extraño ni adverso a patrañas y argucias, como podrán leer en Talpajocote, el blog del buen amigo y colega Miguel Huezo Mixco.
En el cuento, publicado a principios de la década de los 60 pero que Álvaro bien pudo haber escrito a fines de los 50, el autor narra un supuesto partido entre pacientes y enfermeros de un hospital psiquátrico.
El organizador de la contienda es el joven director del centro, empeñado en “evidenciar así la gran importancia que concedía a los nuevos métodos de la psicoterapia”.

Sigue el autor:


”El plan no había sido acogido con mucho entusiasmo. ¿Los locos, uniformados con pantaloncitos y camisetas azules, jugando al football con los enfermeros cada domingo? ¡Quiá! ¿Y qué pasaría si los locos, al verse con media docena de goles en su contra, se enfurecían y atacaban a los espectadores…” [las negritas y el anglicismo, apunto, son del autor en su original].


Según nos dice Menen Desleal, sucedió todo lo contrario. Mientras los pacientes anotan uno y otro gol, al parecer sin esfuerzo alguno, para los matasanos tanto los parales y el travesaño como el mismo arquero rival eran “inexpugnables como murallas de piedra”.
Y el panorama se complica aún más para los enfermeros, nos dice Álvaro:


”Locos de contento, los locos hicieron dos o tres goles más. Locos de cólera, los enfermeros no lograban hacer uno”.


La narración [según fue publicada en la década de los 60 en la página de Filosofía, Arte y Letras de El Diario de Hoy] culmina como pueden leer abajo:

Más dañino que la ficción
Más dañino que la ficción

Para la ficción, el ardid del reflejo pavloviano al que recurrieron los enfermeros en el relato de Menen Desleal. En la vida real, hay también quienes susurran al oído y quienes, nada más escuchar el susurro, obedecen a su amo.
Álvaro anticipó, sin quererlo, la historia.
Por motivos distintos otro de sus contemporáneos y escritor, Roque Dalton, hizo lo mismo en su Poema de Amor, cuando nos dice que son, los salvadoreños:

los siempre sospechosos de todo

("me permito remitirle al interfecto
por esquinero sospechoso
y con el agravante de ser salvadoreño")

Vístanlos de azul, como a los locos del cuento, y llámenles, “Los perdedores de siempre”.

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