Grabado de la edición de 1843 |
Por narrativa popular no me refiero tanto a la literatura formal como a las anécdotas y leyendas, las tradiciones, los chistes y chascarrillos, esos relatos por lo general de autor desconocido que plasman en detalle [no pocas veces con una buena dosis de humor] cuánta fue la viveza del personaje para doblegar a su rival.
La astucia es, naturalmente, más celebrada si el perjudicado por el engaño —cuesta llamarle “víctima”, créanmelo— resulta ser el diablo mismo.
En ocasiones, la inventiva del personaje puede llevar a un triunfo más o menos indirecto, como es el caso en este clásico cuento de Robert Louis Stevenson, traducido al español como El diablo de la botella, que puede leerse en su totalidad en este último enlace.
En otras, como en la historia de este fraile, que pueden leer en esta versión ligeramente distinta, es algo más directo.
Un chiste popular en mi país de origen nos dice, por ejemplo, del campesino que tras un encuentro con el fulano ese logra evitar la perdición de su alma utilizando un capirucho de morro, como el de la imagen abajo, tomada del sitio web del museo de una población del norte de El Salvador.
La narración, que puede ser breve o extensa según la habilidad de quien la emprenda, concluye con el campesino llevándose la bola horadada a sus posaderas para emitir luego una flatulencia.
—Ahora vos decime, ¿por cuál hoyo salió el pedo? —conmina el campesino [el tono es perentorio porque, naturalmente, alguien tan astuto no puede hablar con voz trémula ni lucir acobardado].
¿Por cuál de todos salió? |
El diablo es frustrado en su intento porque la respuesta al acertijo no es ninguno de los agujeros de la bola del capirucho a los cuales apunta una y otra vez, sino que se encuentra en la definición del vocablo.
Más de alguno habrá por ahí que catalogue ese tipo de relatos como triviales o, desde un punto de vista religioso, dañinos.
Pensarán a lo mejor en Charles Baudelaire, quien allá por 1864 advertía en su obra El esplín de París —en su relato El jugador generoso— de que la mejor argucia del diablo ha sido la de persuadirle a uno de su inexistencia.
Nos dice, el narrador: "De ninguna manera se lamentaba [el diablo] por la mala reputación de la que goza en todas partes del mundo, me aseguró ser la persona más interesada en la destrucción de la superstición, y me confesó que solo una vez había temido por su poder, el día en que había escuchado a un predicador, más sutil que sus colegas,exclamar en el sermón: '¡Mis queridos hermanos,jamás olvidéis, al escuchar alabanzas sobre el progreso de las luces, que la astucia más hermosa del diablo es persuadir de que no existe!'".
Aunque no hubiesen leído antes a Baudelaire pueden estar seguros de que la frase en cuestión les habrá sonado más que familiar. La escucharon en The Usual Suspects, uno de los mejores filmes de las últimas décadas —de siempre, dirán muchos— con Kevin Spacey en uno de los mejores papeles de su carrera cinematográfica.
Al igual que Sir Walter Scott, de quien nos ocupamos en la entrega anterior y que figura de nuevo en esta —si bien de manera indirecta—, Stevenson era escocés, así que a nadie debería extrañarle que una de sus obras más conocidas hable de hechizos, demonios y encantos.
Y como verán en las notas de El canto del último trovador [otro de los grabados de la traducción publicada en Barcelona en 1843 figura como ilustración principal de esta entrega], cuya reproducción en la copia digitalizada incluimos, hasta eminencias literarias de la antigüedad, como Virgilio, salieron alguna vez airosos al enfrentarse al diablo [léase la Nota 1 del Canto Sexto].
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