Monday, April 29, 2013

Mi primera salida al cine

La primera vez que llevé a una chica al cine yo andaba apenas entrado en siete años.
El menor de todos mis hermanos había nacido en octubre de ese año [poco más de tres décadas después, su primera hija y el segundo hijo de mi hermano, que llevaría también su nombre, nacerían también en ese mismo mes] y yo y mi hermana, la única hermana que jamás tuvimos, partimos una tarde al recientemente inaugurado Cine Gavidia para ver The Red Shoes (Las zapatillas rojas).
Escena del ballet en Las Zapatillas Rojas
La escena del ballet

Mi hermana solo por parte de madre [Mayita fue una madre soltera y no contrajo matrimonio sino hasta que conoció a Payito, como sus tres hijos los llamamos siempre a ambos], Gloria Marina era 10 años mayor que yo. Así que entiéndase eso de que yo llevé a una chica al cine más bien como una estratagema de su parte para distraerme, a fin de que dejase de incomodar porque la atención de Mayita estaba puesta, como cabía esperar, tanto en Oli, el recién nacido, como en Reynaldo, quien me seguía.
Alta para su generación, mi hermana era entonces una esbelta y atractiva adolescente, que acababa de ingresar al mercado laboral como secretaria.    
No solo era una excelente —y veloz— mecanógrafa sino que también podía tomar dictado en taquigrafía. Su caligrafía Palmer era una de las mejores que yo vi jamás. Su letra de carta, como decíamos entonces, era inclusive mucho más elegante que la de Mayita, algo que para mí ya era decir mucho —y no, aunque mi letra cursiva nunca pasó de “bonita”,  jamás llegué a igualar la habilidad de ambas.
Las zapatillas rojas
Una fatal obsesión

El año al que me refiero era 1954. En esa época, las ofertas cinematográficas en el tórridamente cálido San Miguel —allá, lejos, en el oriente de El Salvador— eran en su mayoría películas mexicanas.
En vista de que las producciones en inglés debían llevar subtítulos —en ese entonces, el doblaje era menos usado que a la fecha— los cines locales no siempre ofrecían películas de buena calidad. Parte del motivo por el cual un filme que para entonces tenía la misma edad que la mía apenas comenzaba a proyectarse en las pantallas salvadoreñas.
A Yoyita [así la llamé siempre] no le preocupaba en nada mi capacidad de leer los subtítulos —quienes hayan leído mi anterior entrega en este blog habrán de concluir que para cuando cumplí seis años leía con la misma soltura con la que hablaba— a pesar de lo cual me preguntó, luego de terminada la función, si había algo de la trama que yo no hubiese entendido.  
No se sorprendió en nada cuando le respondí que no.  A ambos nos había literalmente cautivado la escena del ballet en Las zapatillas rojas [también pueden ver la parte dos], que es todo un festín para los ojos.
No es que pretenda en manera alguna ser un genio, así que nada me cuesta admitirle a nadie que a tan temprana edad hubo, claramente, ciertas cosas que para mí no tenían sentido alguno.
Pero eso lo atribuyo igual al hecho de que, como a todos nos pasa, no es fácil descifrar las complejidades del comportamiento humano.
Y fue por ese mismo intrincado modo de actuar de la gente y la manera en que Yoyita y yo comentábamos luego la trama, que también concluí en que algunas de las respuestas en Las zapatillas rojas bien podrían haber eludido su comprensión.
Mi hermana era de temperamento extremadamente romántico [dos de sus melodías favoritas de todos los tiempos eran Doce Cascabeles y Dos Cruces] pero no obstante esa cualidad, alguien que haya visto el filme coincidirá con nosotros en que hay ciertas cosas cuyo porqué no está muy claro.
Avanzo ahora a aproximadamente entre dos años y medio o tres más a una nueva salida al cine con mi hermana.
Para entonces, ella estaba de secretaria en el periódico donde yo habría de iniciar años después mi aventura profesional como periodista y, para festejar su empleo [y más que probablemente, si la memoria no me falla, como parte de sus conversaciones con nuestra madre en torno a sus planes para contraer matrimonio con un joven poeta, contador público y maestro] nos había invitado a los tres a ver una producción estadounidense, Beneath The 12 Mile Reef.

Póster de Costa Brava
Una metida de pata

El filme se lanzó al mercado unos tres años antes pero había sido seleccionado como la película inaugural para el Cine Regis: la producción se había filmado con una nueva técnica, llamada CinemaScope, y la recién construida sala cinematográfica tenía la nueva pantalla ancha donde la belleza de la filmación podía apreciarse en todo su esplendor.
Hay dos cosas que recuerdo vivamente de esa ida al cine.
La primera es que, para ese entonces de entre ocho y nueve años, si bien estaba todavía demasiado pequeño como para ser presa de lo que uno podría llamar un interés romántico, en “Costa Brava” [uno de los tres títulos con que el filme se distribuyó en español] la pelirroja Terry Moore, de escasos 1.53 metros de estatura, era un petardito de mujer demasiado explosivo como para que yo no comenzase a conjeturar sobre el misterio de lo que es el atractivo sexual.
La segunda es una de las mayores “metidas de pata” que yo haya cometido en toda mi vida: me hizo merecedor tanto de una compasiva palmadita en el cogollo por parte de mi hermana —acompañada de una de sus resonantes carcajadas— y de risotadas de toda la audiencia.
Luego de aproximadamente 35 minutos de iniciado el filme ustedes verán esta escena en la cual Gilbert Roland, en el papel de padre de Robert Wagner, derrota a los puños a Peter Graves.  
En algún momento durante la riña, la gorra de capitán de barco de Roland cae al suelo y el marino que lo acompaña la recoge y la cuelga en una palmera aledaña.

Terminada la confrontación, Roland, Wagner y el marino abandonan el lugar.
“¡Oigan, dejaron la cachucha!”, grité entonces yo al victorioso trío, tan cautivado como el resto de la sobrecogida audiencia [no, la película no tiene la excelencia de Las zapatillas rojas, pero es lo bastante buena como para que uno la siga con atención].
¿Alguna vez han tenido ese deseo de decir, “¡Trágame, tierra!” ¡Satamismo! Así me sentí ante las risotadas que desató mi exabrupto.
El olvido, por supuesto, era parte de la trama.  
Posteriormente, el personaje que Roland interpreta muere y, naturalmente Wagner, su hijo, vuelve al sitio para recuperar ese legado paterno.

Aunque me sentí reivindicado, no hubo monto alguno de engreimiento que pudiese evitar la ira con que volví a ver al hombre este que, a la salida del cine, decía a su mujer, mientras me señalaba, “¡Mirá, mirá, ese es el niño que anticipó que algo había en eso de olvidar la cachucha!”
Con el paso de los años, Yoyita y yo mantuvimos nuestra cercanía.
Yo me regocijé con el nacimiento de cada uno de sus cuatro hijos, lamenté la muerte de la mayor de mis sobrinas [de lo cual  me enteré solo semanas después de sucedida, porque para entonces ya había emprendido —sin proponérmelo, debo decirlo— mi larga jornada hacia el destierro], compartimos congojas, preocupaciones e inquietudes en torno a muchas cosas, entre ellas los ocasionales distanciamientos entre padres e hijos, volé de urgencia para acompañarla cuando su esposo sucumbió súbitamente a un ataque cardíaco, y conversamos siempre que nos era posible, aunque no con la frecuencia que ambos deseábamos o necesitábamos.
Gloria Marina Fernández con Miguel Ángel Asturias, Nobel guatemalteco
Con Miguel Ángel Asturias, por los años en que el guatemalteco fue galardonado con el Nobel

A lo largo de todos esos años, Yoyita se hizo maestra, escribió cuentos, obtuvo una Licenciatura en Literatura y Filosofía y galardones más que merecidos por sus trabajos, como pueden leer aquí [una síntesis de sus logros pueden encontrarla buscando por Gloria Marina Fernández] y aunque desde principios de los 2000 empezó a sufrir de deficiencia renal terminal, continuó trabajando porque su sed de vida superaba su temor de morir y compuso la letra de esa canción, musicalizada por su hijo, el menor, quien es también escritor, maestro, compositor, músico, blogger y responsable de este homenaje a su memoria.
Yo estuve a su lado durante la parte más fructuosa de su vida.  
Me ausenté, por diversos motivos, de la que constituye el epílogo.

Lo digo no tanto como un lamento, aunque sí con tristeza.
A su muerte, en el último día de octubre de 2012, habían pasado ya varios años desde que conversamos por última vez.
Este es, pues, un mensaje de condolencias que desde hace mucho les debo a sus hijos y sus nietos.
Pero mis remembranzas de ella no están matizadas por ningún duelo.
Puede que haya alguien que piense que el luto debería ser parte de esas remembranzas.
Por lo que a mí respecta, a Yoyita la celebraré siempre por lo que fue su vida.

2 comments:

  1. JulianCh
    Mon, Apr 29, 2013 at 5:05 PM
    Hola Mauro! Un relato muy bonito. Gracias.
    Saludos,
    ===
    Gracias por el mensaje, Julián. Un abrazo.
    MEF

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  2. MaarthaAc
    Mon, Apr 29, 2013 at 6:33 PM
    Nadie me quiere creer que yo recuerde la pelicula de Peter Pan cuando tenia 3 anos, fue en el CINE SALON REY de Marianao, en la Habana, despues cuando tenia 10 anos, mi hermano, cinco anos mayor que yo, me llevo al CINE ALFA a ver ALICIA EN EL PAIS DE LAS MARAVILLAS y me compro a la salida un refresco llamado NAO CAPITANA, de chocolate con leche, recuerdos de la ninez, a lo Marcel Proust, le debo los acentos.
    Saludos afectivos y calidos al inestimable Mauro.
    ====
    Gracias, Maartha. Abrazos cordiales.
    MEF

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